Hace muchísimos años, en un reino lejano, murió el gran visir y a la hora de buscar otro el rey tuvo dudas. Convocó al consejo del reino y le pidió que encontrase un hombre de buena imagen, atractivo, de carácter apacible, con ideas nuevas y, sobre todo, que mirase por el pueblo.
Después de valorar a muchos candidatos el consejo se inclinó por un joven que parecía reunir las características que el rey había exigido. Había empezado como paje en el palacio, con el tiempo le facilitaron un puesto en las covachuelas de la administración y, auque allí no sobresalió por su brillantez, ni tampoco por su capacidad para el trabajo, sí hizo amistad con los compañeros; no compitió, ni se enfrentó a ninguno. En vista de esta actitud moderada le ascendieron a un cargo superior y se comportó del mismo modo prácticamente, con una pequeña diferencia, se preocupó de atemperar los ánimos cuando algunos se enfrentaban a otros. Quizá fuera esto lo que convenció al consejo o que le considerasen débil y útil para su acomodo. Fueran estas u otras razones que celosamente ocultaron, el caso es que presentaron al joven al rey. Le adornaron con tantas virtudes que convencieron al soberano y éste sin dudarlo le entregó el puesto de gran visir.
Durante los primeros años de mandato todos estuvieron de su lado. Repartía dinero y prebendas a manos llenas, como si tuviese un genio que por las noches repusiese las arcas del estado que él se encargaba de vaciar. Pero los genios o bien son figuras literarias o no les cayó bien el joven visir. No hicieron acto de presencia y los tesoros reales enflaquecieron tanto que padecieron raquitismo.
Entonces empezó a ocurrir lo que era de esperar. Como decimos nosotros aquí: “Donde no hay harina todo es mohína”
Quienes le ensalzaron, le recriminaron y el visir con un arranque de carácter que desconocían les destituyó. Solamente conservó en sus puestos a aquellos que se doblegaron a su capricho, a quienes le vitoreaban, a quienes le reían las gracias, a quienes carecían de pereza para la adulación y el asentimiento. Estómagos agradecidos les llamaban quienes cayeron en desgracia.
Si alguien le insinuaba un problema, enseguida contestaba. “No hay mal que cien años dure”. Así campeaba sin otra preocupación que preparar los discursos para los actos oficiales donde se expresaba con un optimismo eufórico muy del gusto de quienes quería escuchar ese tipo arengas. Se las había ingeniado de tal manera que hizo creer a la mayoría que los males del reino los producían los vecinos. Si algún amigo le aconsejaba que tomase medidas, que los reinos fronterizos actuaban por su cuenta, respondía con una sonrisa en los labios: “Dejad al mar tranquilo que cuando el viento se canse y deje de soplar las olas se calmarán”
Para ser sinceros, diremos que las cosas no le iban del todo mal. El pueblo cansado de sandeces le dio la espalda y le ignoró. Enfrascado en el trabajó sacaban a sus familias adelante sin mirar al palacio del visir.
Sin embargo, el rey se preocupó. Pensó en destituirle, pero el momento oportuno no se le presentaba. Los que le rodeaban le encumbraban de tal modo que consideró una imprudencia, por el momento, quitárselo de encima.
Un buen día, el rey invitó a cenar al visir a su palacio para preguntarle por el estado del reino, auque sabía de antemano que sólo obtendría respuestas vana, huecas, insípidas, como era él. Entonces ocurrió el milagro tan esperado. La reina y su hija, la princesa, quisieron asistir a la cena y allí se presentaron. El visir en cuanto vio a la hija del rey se enamoró perdidamente. El sueño le abandonó y el desasosiego se adueño de su corazón.
Sin poder resistir por más tiempo el fuego de la pasión que le abrasaba, el visir se armó de valor, se presentó ante el rey y le pidió la mano de su hija. “Por fin se atreve a tomar una decisión. Quizá le haya juzgado mal y sea él quien tenga razón y su aparente indolencia y falta de coraje se deban a una estrategia estudiada” Se dijo el rey y entabló con él una conversación sobre el matrimonio, por el bien de su hija. El visir, fiel a si mismo, contestó como siempre, pintó un futuro tan hermoso que el rey pensó o que le estaba tomando el pelo o se encontraba muy lejos de la realidad. Los supuestos que exponía el visir eran tan contrarios a lo que el veía como lo eran la noche y el día. Decidió ponerle a prueba.
—Mi querido visir, te entregaría con mucho gusto a mi hija, pues no hay nadie en el reino que merezca tanto, pero ella no es como nosotros. No es humana del todo. Su madre es un hada encantada y mi hija, por tanto, tiene un cincuenta por ciento de ella.
—Si vos os casasteis con un hada también puedo hacerlo yo —protestó enérgico el enamorado visir.
—Bien dices y estoy absolutamente de acuerdo, pero si estas decidido a contraer matrimonio con mi hija, debes someterte a un purificación de sangre, como hice yo cuando me casé con su madre, para que las vuestras se acoplen y podáis tener descendencia.
—Aceptaré gustoso a someterme a cualquier reto por difícil que sea.
—Entonces, mañana a primera hora preséntate aquí.
Esa noche el visir se la pasó en vela imaginándose las delicias del amor que le esperaban con tan bella joven.
Al amanecer se bañó, se perfumó y con sus mejores galas se dirigió al palacio real. Le condujeron al salón del trono y allí se encontró con el rey, su esposa, la reina y su hija, la princesa. En medio de la habitación un gran caldero de cobre colocado sobre un vivo fuego y el aceite en su interior hirviendo.
—Por un momento tuve dudas si vendrías o no, me habían dicho en algunas ocasiones que no andas sobrado de valor. Pero dejemos las calumnias de los envidiosos para otro momento y vayamos a lo nuestro que es lo importante.
El rey hizo una señal a su esposa y ésta se adelantó. La reina iba vestida con unas prendas tan vaporosas y elegantes que parecía un ser de otro mundo.
—Como te habrá informado el rey, mi marido, nosotras no somos humanas y por nuestra naturaleza estamos imposibilitadas de mezclar nuestra sangre con la de las personas. Si una de nostras se juntase y entrelazase con un hombre, los dos se desintegrarían en ese mismo instante. Pero Dios para todo tiene remedio y nos ofrece soluciones, como tú mismo sabes y esperas.
El visir se había puesto pálido, miraba al caldero y a los borbotones de aceite que salpicaban al suelo y sintió que le alma le abandonaba, pero aún insistió.
—Señora y mi reina, por el amor a su hija haré cuanto ordenéis —dijo con un hilo de voz. Si bien tenía la esperanza que el aceite hirviendo estuviese destinado a otro menester que el que imaginó al verlo.
—Pues bien, haz como hizo mi marido, el rey. Sumérgete en este caldero como el se sumergió en este mismo aceite y esta misma temperatura.
El visir sintió que la sangre le había dejado de correr por las venas.
—Sabemos que un amante arde por dentro —continuó la reina —, por tanto también debe hacerlo por fuera. Esta es la prueba del fuego. Entra en el caldero. Si sales sano y salvo te habrás purificado, habrás quemado tus características animales y te habrás vuelto tan puro como nosotras y por tanto digno de juntarte con una mujer de las nuestras, entonces mi hija te entregará su alma y su corazón. Será absolutamente tuya para siempre.
El visir sin darse cuenta había reculado y estaba apoyado en la puerta del salón. Ésta se abrió de pronto y el infeliz vio el cielo abierto. Salió corriendo con tanta velocidad que ni todos los galgos del reino le hubieran dado alcance.
Así se libró el rey y su reino de tan agraciado visir y pudo poner a otro en su lugar. Sin embargo, el rey no dejó de reconocer su parte de culpa y se dijo: “La culpa no es del cerdo, sino de quien lo alimenta.
Marcial el Medinense.
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