lunes, 13 de septiembre de 2010

Caballo: no ares una vez que lo harás ciento

Hallábame sentado en la vera del camino una agria mañana de invierno cuando vi aparecer el alma de un juez. Llegaba humillado, como si le hubiera pillado la helada a la intemperie. Sin embargo, al verme se envaró. Tieso como un ocho, como si se hubiera tragado un sable, pasó por mi lado sin mirarme. Le observé mientras se alejaba maravillado de su momentánea apostura. Al creerse fuera del alcance de mis ojos volviose a encoger. Me incorporé y eché por un atajo. Media hora después volví a sentarme en la cuneta y esperé a que apareciera. Ni que decir tiene, se comportó del mismo modo. Pero ¡coño! Me dije, si este mercachifle de covachuela aquí no tiene ni estrado, ni toga, ni puñetas, ¿a que se atiesa tanto? Entonces caí en la cuenta. Era aquel circunspecto vanidoso que años atrás había llegado a la corte como el ángel que puso Dios a la entrada del Paraíso después de echar a nuestros primeros padres, Adán y Eva. Flojo de carnes, aflautada voz, cegatillo y sonrisa de sabelotodo. Durante un tiempo fue el espejo de compañeros y extraños, pero deslumbrado, matrimonió con la lasciva Soberbia. Con ella medró, achicó a unos, sajó la bolsa a otros. Nadie estuvo a salvo de su flamígera espada. Pero como todo en la vida tiene un principio, también tiene un final.


Un buen día su inseparable compañera y una amiga, otra señora de excelentes cualidades, Envidia, le presentaron a dos bellezas más, Avaricia y Lujuria. Al poco añadió a sus amistades a Gula y a Ira. Entonces nuestro ínclito funcionario se empezó a encontrar insatisfecho.

Pensó hacerse político y se fue en busca de Poder, pero este bujarrón irreductible no se fió de él. “Un puñetero, por eso de las puñetas, es mal socio” Se dijo y le dio dos largas cambiadas. Sin hacer caso al Desánimo, que muy sabiamente le aconsejó no salirse de las lindes, fue en busca de otro elemento que rivalizaba con Poder e incluso le superaba, Dinero. Éste no le rechazó, al contrario, le untó las manos y como reza el dicho: Caballo, no ares una vez que lo harás ciento, le puso a trabajar en su beneficio. Su esposa encantada, sus amigas satisfechas y le Dinero contento. Todo marchaba como si Fortuna le hubiese prohijado. Pero mira tú por donde, Poder y Dinero decidieron, como socios que eran de toda la vida, que a este advenedizo le habían sacado todo cuanto tenía de valor. Se había vuelto confiado, distraído y le consideraron perezoso e imprevisible. Así, sin levantar polvareda fraguaron quitárselo de en medio. A cencerros tapados le fueron empujando hasta que un buen día perdió el estrado, la toga y las puñetas. Así va el pobre, pero cuando tropieza con alguien se estira como un ocho, como si se hubiera tragado un sable.

Marcial el Medinense.

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