lunes, 6 de septiembre de 2010

EL REY QUE RABIÓ

Un día un viajero, por uno de esos países donde ocurren maravillas y hechos asombrosos, se encontró con un viejo harapiento y desportillado recostado contra el tronco de un árbol a la vera del camino. El anciano solamente hacía que gruñir, como si una alimaña le estuviese royendo el alma. Sin embargo, en sus ojos tenía un fuego extraño.
El viajero se acercó con intención de socorrerle y al ver la feroz expresión dio la vuelta y se retiró sin pronunciar una sola palabra. Aquella mirada le mostró las más abyectas miserias humanas.
El viajero continuó su camino sin volver a acordarse del anciano. Antes de recorrer doscientos kilómetros la frontera le avisó que entraba en otro país. Así le sucedió durante el viaje. En un mes visitó diez y siete estados independientes en lo que creyó que era un solo reino.
Con el asombro por montera preguntó a un hombre que había ocurrido para que los habitantes hubiesen caído en tan absurda división, pues lo que él recordaba como una nación prospera y fértil, ahora se encontraba con un conjunto de estados nimios pobres y enfrentados.
—Seguramente habrás encontrado a un viejo en alguno de los caminos —respondió el hombre interpelado.
—Me he encontrado con muchos. Estas tierras están llenas de mendigos. ¡Jamás vi tantos en mi vida!
—Me refiero a uno muy distinto de los demás. Le recordará por la expresión de su rostro, allí se dan cita la vanidad, la ambición, la vileza, la felonía y por encima de todas la más bravía soberbia.
—Pues, sí. Lo he tropezado recostado contra un árbol, pero al acercarme su aviesa mirada me invitó a huir.
—Ese fue el causante de tamaña desgracia. Un día se alzó con el poder cuando nadie lo esperaba y nos trajo la ruina.
—En la historia del mundo nadie ha sido tan nefasto como dices. Seguramente se rodeó de pérfidos consejeros y estos fueron los causantes del desastre.
—Efectivamente, elevó a muchos hombres a su lado. Unos de valía y otros no tanto, pero a todos, a unos por una causa y a otros por la contraria, los traicionó y los expulsó de su lado condenándoles a un vil ostracismo.
—Entonces ¿cómo pudo acarrear esta catástrofe?
—Muy sencillo. A quien se le oponía le compraba con dadivas, prebendas y promesas y cuando menos se lo esperaba le engañaba. Así llegó el día en que los bandidos se dieron cuenta del juego y con extorsiones le empezaron a sacar el dinero de las arcas; los aduladores hicieron lo mismo y, lo más grave, los gobernadores de estos diminutos estados que has recorrido, cada cual por su lado, se declararon independientes. Se enriquecieron, esquilmaron a sus pueblos y el resultado es lo que has visto.
—¿Cómo se lo consentisteis?
—Mientras cada uno obtenía su beneficio nadie protestó. Los ciudadanos estaban encantados. Había descubierto la forma de reñir con el vecino. Cada cual esgrimió una historia y una lengua. Llegamos a un momento en que como Dios confundió las lenguas a los constructores de la torre de Babel, así ocurrió con nosotros.
 —Y ahora ¿Qué hace?
—Maldecir a todos por desagradecidos.
Marcial el Medinense.

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