—Buenos días don Félix. ¿Qué hace usted?
—Buenos días don Óptimo. Leyendo un cuento.
—Léalo en alto y me entero yo también.
—Con mucho gusto:
Érase una vez un coyote que muerto de hambre se acercó a un pueblo a buscar comida.
—Tiene buena pinta. Continué por favor.
Como la noche era muy oscura el pobre bicho se cayó a un pozo de tinte. Después de ímprobos esfuerzos logró salir, pero teñido de rojo.
Con el rabo entre las patas volvió al bosque. Las primeras luces de la mañana despertaron a las aves que al verle se echaron a reír. El coyote se extrañó de tanta insolencia, pero pensó que estaban así de alegres por encontrarse en las ramas más altas de los árboles, donde no las podía alcanzar. Un poco más adelante se encontró un charco y al inclinarse para beber se vio reflejado en el agua y se horrorizó. El color rojo era tan visible como una antorcha en la noche.
¿Qué va a ser de mí? Se dijo con el corazón en un puño. ¿Cómo me presentaré entre lo míos? Se carcajearán del color de mi piel y me relegarán al último puesto, comeré las sobras, si los demás las dejan. ¡Moriré de hambre y solo como un apestado!
Con esas atribulaciones procuraba ocultarse para que nadie le viese. Sin embargo, los pájaros habían corrido la voz y todos los animales sabían que había entrado en el bosque un coyote de color rojo. Por tanto todos habían salido de sus madrigueras para verle. En un claro le rodearon. El coyote muerto de vergüenza agachó la cabeza y deseó que la tierra le tragase. Esperó resignado la explosión de carcajadas y se dispuso a sufrir toda clase de afrentas. Pero no ocurrió eso, ni mucho menos. Le contemplaron por lago rato, cuchichearon unos con otros y decidieron nombrarle rey del bosque.
—¡Pero coño, que interesante!
—Espere don Óptimo.
—Eres tan original, con un color sin igual, que en ninguno de los bosques vecinos tendrán un rey tan singular como tú.
Le dijeron y le pusieron una corona de bayas de escaramujo a juego con el color de su piel.
El coyote se creyó poseedor de tantas cualidades como sus vecinos le lanzaban y aceptó el cargo lleno de orgullo.
—Vanidad de vanidades siempre vanidad, decía mi abuelo.
—Y los griegos. Continuo:
Eligió a sus amigos para gobernar pero al poco tiempo los cesó a todos por una sencilla razón: Eran los de siempre y sabían de él tantas cosas que se asustó.
Los nuevos ministros, al ver lo que les había sucedido a quienes les precedieron, le adularon, se plegaron a su insustancialidad y adoptaron posturas semejantes a su rey y benefactor.
Todo fue dispendio, derroche y alegría. Había comida en abundancia, la primavera había sido excelente, el verano fructífero y el otoño mejor que en años anteriores, lo cual hacia preveer un invierno feliz.
El coyote, como la cigarra, pensó que el año próximo sería al menos igual o mejor y así en lo sucesivo, con lo cual él y sus ministros acabaron con la despensa. Llegó la primavera y el tiempo no acompañó, se helaron las flores y los árboles no dieron fruto, el verano, con un calor extremo, destruyó lo poco que había sobrevivido y en otoño un tercio de la población del bosque empezó a pasar hambre. Sin embargo, el coyote no se amilanó ni perdió el optimismo, él con su corte continuaron como si nada ocurriese, como el los buenos tiempos, dándose buena vida y diciendo a los demás que gracias a él vivían en el bosque más envidiado de la tierra y lo decía con tanta gracia y convencimiento que los pobres que no tenía nada le creían.
—Eso ha pasado siempre. Me acuerdo yo de cuando…
—Calla Óptimo. Déjame terminar.
Un buen día una comisión se presentó a los pies del trono y le enumeró las desgracias que estaban ocurriendo y las necesidades que estaba sufriendo una parte importante de la población del bosque.
—¡Qué den gracias! En los bosques de los alrededores están peor. El mal tiempo ha sido general, pero nosotros hemos sabido hacer mejor las cosas que ellos.
Aquello no remediaba la hambruna pero, si como decía el coyote los demás estaban peor, era un consuelo.
—Con las tripas vacías no hay consuelo que valga.
—Si me interrumpes a cada paso no termino nunca.
—Sigue, me callo.
El coyote reunió a los ministros y les dijo:
—Requisad cuanto podáis de los ricos y demos un poco a los más necesitados.
—Imposible majestad. Si hacemos lo que dices los poderosos se marcharán a otro bosque con lo que tienen y nos quedaremos sin nada —dijo uno de los ministros.
—Eso es una locura. Se nos echarían encima y nos quitarían el gobierno —se alarmó otro.
—Además les debemos tanto que son los dueños del bosque —alegó un tercero.
—¿No querrás que les demos de lo nuestro? —se escandalizó el cuarto.
—Está bien. Quitémosles a los que tiene un poco. Esos carecen de fuerza para oponerse.
—Para hacer eso hay que darle una explicación, son la mayoría —aconsejó un quinto.
—Haremos eso. Preparad discursos diciendo que también se lo hemos quitado a los ricos. Por supuesto, a estos les dejamos tranquilos. Como les interesa no hablarán y todos tan contentos.
Dicho y hecho. El rey y sus ministros convencieron a los que protestaba que habían robado a los ricos para socorrer a los necesitados y todos aplaudieron. Sin embargo, nada llegó a quienes esperaban y se conformaron con pensar que los ricos también pasaban calamidades, sin poder comprobarlo.
El año siguiente se presentó con peores modos y el rey, con su piel roja y su corona de bayas de escaramujo del mismo color, reunió a los ministros y les dijo:
—Enfrentad a unos contra otros. Así se olvidarán de la situación en que nos hemos metido, mientras tanto iré a recorrer otros bosques y veré como se las arreglan.
Con la lección bien aprendida los ministros empezaron a meter cizaña. En poco tiempo nadie hablaba de necesidades sino de las ofensas que sus padres habían recibido de los padres del vecino. Cuando este tema se agotó empezaron a crear polémica sobre si mamaban o no los pájaros, a continuación plantearon si había o no bueyes voladores, más adelante si los pavos menstruaban o si los ángeles tenían sexo. Así, toda idea peregrina para distraer la atención sobre la realidad puso encima del tapete.
Solamente los más desagradecidos y contumaces hacían chistes de las ocurrencias del rey: “Comer no comeremos, pero joder…¡Joder el hambre que pasamos!
El rey con estos resultados era feliz, se levantaba eufórico por las mañanas, se miraba al espejo y se decía: ¡Que guapo e inteligente soy!
—He decidido hacer una turné por los reinos vecinos y enseñarles mis recetas maravillosas —dijo un buen día a los ministros.
Algunos se asustaron, los prudentes se callaron, los más entusiastas le aclamaron y a uno que se le ocurrió decir que no veía acertada esa veleidad lo cesó de inmediato.
Recorrió varios reinos exponiendo sus teorías. Al principio le miraron asombrados, perplejos y él creyó que los había deslumbrado. Se creció y pidió que le invitasen a las reuniones que celebraban. Se lo consintieron y cada vez que regresaba de uno de esos viajes sus ministros se encargaban de elogiar sus actuaciones. Para una parte del pueblo era un héroe y quienes más necesitados estaban le consideraban un dios.
Un buen día, en una de estas reuniones reales, un rey le dijo a otro:
—¿Quién invita a este mamarracho? ¡Estoy harto y aburrido de escuchar tanto disparate! ¡Este bicho se comporta como un iluminado optimista sin tener conciencia del sentido del ridículo!
—El rey de uno de los bosques más grandes. Le tiene de perrito faldero y de payaso para hacernos más entretenidos los debates.
—Como queráis, pero no quiero que aparezca a mi lado. Colocadlo en la última fila, con la gente que traemos para que nos asesoren.
—¡Es un rey!
—¡Es un bufón! Jamás he escuchado a un parlanchín tan sin sustancia y desahogado.
Así ocurrió el rey coyote teñido de rojo ocupó orgulloso el lugar que le asignaron, en la última fila, donde había que esforzarse para verle y todos tan contentos.
—¿Se terminó el cuento?
—Si.
—Pues nos ha dejado con la miel en los labios.
—Quizá otro día continúe. Con estos escritores nadie puede atar cabos.
Marcial el Medinense