miércoles, 22 de diciembre de 2010

La ventaja de ser gay, antes maricón.

—¿Cómo andas hoy Prudencio?
—Cojo, como ayer.
—¿Cómo te encuentras?
—Cada día peor, ¿no me ves?
—Ese pesimismo te va a llevar a la huesa.
—Este gobierno no nos va a dejar ni eso. Los deudos en vez de enterrarnos, por no pagar a la funeraria, al cementerio y al cura, donarán nuestros cuerpos a la medicina y asunto arreglado.
—No será para tanto.
—Las donaciones de cadáveres han aumentado un veinte por ciento.
—Espero que a los mío nos se les ocurra privarme de cristiana sepultura.
—Pues el remedio es sencillo, déjales la cartera bien repleta, que como tengan que rascarse el bolsillo prepárate para lo peor.
—No los creo tan desalmados.
—Fíate de la virgen y no corras.
—No me asustes. Sólo imaginarme troceado como una res, auque sea en beneficio de la ciencia, se me pone carne de gallina.
—Pues haber nacido maricón en Perú.
—¡Ya estamos! ¿Qué tiene que ver ser maricón peruano con que nuestros hijos no tengan parné para enterrarnos?
—¿Qué ha hecho el gobierno con tú pensión?
—Congelarla.
—¿Por qué, no has cotizado casi cuarenta años?
—El gobierno no tiene caudales, el menos eso dice y tenemos que apretarnos todos los cinturones.
—Pues para no tener cuartos bien que se los gasta en subvencionar a los maricones del Perú.
—¡Que coños habrás leído!
—El gobierno subvenciona con 137.600 euros a los gays peruanos. Publicado en el BOE el 30-11-2010.
—¡Hostias!
—No te cuento más despilfarros de este gobierno porque te dará un berrinche y aquí mismo doblas el pico.
—¡Pero coño!
—Por eso te digo que a este paso no habrá dinero para enterrarnos.
—¡Vaya un elemento que nos ha tocado en suerte!
—El que eligió el pueblo soberano.
—¿Cómo no se airean estas cosas?
—¿Quién lo va a denunciar?
—La prensa, las emisoras de radio, la tv…
—Si hombre, para que todo el mundo se entere, sepan como se lo llevan y se les termine el chollo. Nadie tira piedras sobre su propio tejado.
—Esto lo debiera saber el pueblo.
—Si no lo sabe es porque  no le interesa. No me extraña que tu madre te pusiera por nombre Pánfilo. El pueblo es feliz con enterarse quien se acuesta con quien, que bragas lleva fulana, los cuernos de citano o que grande y gorda la tiene perengano.
—En cambio a mí si que sorprendió que la tuya te pusiera Prudencio.
—Mira hombre, ahí tienes razón. Soy un descreído bocazas, pero no un crédulo como tú, más bobo que Pichote que cuando fue a mear metió la picha en un bote y al mirársela se creyó que era una anguila.
—Como soy ciego no la veo.
—Pero metes la mano y palpas.

Marcial el Medinense


lunes, 20 de diciembre de 2010

El jamón

—¿Qué te sugiere la palabra jamón?
—Lo mismo que a ti, imagino.
—¿No puedes precisar más?
—Sí hombre. Pues mira, desde un pernil de cerdo bien curado, de esos que se crían en la montanera, con bellotas de encinas, hasta el culo de tu hermana, que por cierto, nunca te lo confesé, pero cuando la miraba agacharse a colocar el reclinatorio en la iglesia, antes de arrodillarse, bendecía a tu padre y a tu madre por la obra de arte.
—Pues se te escapó sin engalgar.
—No tanto. Voces la di, pero no me hizo caso.
—Serían muy bajas. Seguro que no te oyó ni el cuello de la camisa.
—Era otros tiempos. Después se marchó a Bilbao y cuando regresó tenía marido y dos hijos.
—No iba a esperar a que se te aclarase la voz.
—Bueno, déjate en paz del pasado. Parecemos un par de viejos verdes.
—Tienes razón, con agua pasada no muele el molino.
—Entonces ¿a que viene eso del jamón?
—Esta mañana he escuchado en una emisora de radio que una familia de moros ha denunciado a un maestro por pronunciar en clase la palabra jamón.
—¡Pero coño!
—¿Le pasó al maestro lo mismo que a mi con tu hermana?
—No hombre. Hablaba del clima. Dijo que el frío es bueno para curar jamones, por ejemplo, como lo hacen en el pueblo de Trevélez.
—Estoy de acuerdo con el maestro, esos jamones de Granada no solo son buenos, están cojonudos.
—Ese no es el caso. Un alumno de las últimas filas se puso en pie y se quejó. El maestro le ofendió con la palabra jamón y este se obtiene del cerdo.
—Vaya por Dios, uno de estos que nos han llegado a ocupar los puestos de ejecutivos en las empresas españolas.
—Ni más, ni menos, uno que va para ingeniero.
—Te voy a contar una anécdota, verídica, no es un cuento. Durante el reinado del primer califa omeya del al-Andalus, Adb al-Rahman III por nombre y por título honorífico al-Nasir (“el defensor de la fe”), un médico llamado Hasdai ibn Saprut recibió en su consulta a un hombre, de la categoría de ese alevín de lumbrera que se ofende por la palabra jamón. Llevaba la mejor herramienta del taller purulenta y tumefacta. Se quejaba de espeluznantes dolores y de grandes dificultades para evacuar. Husdai le escrutó y muy serio le dijo: “Ve a buscar una piedra plana y regresa cuando la hayas encontrado” El moro con la mayor diligencia realizó el encargo. “Aquí tienes doctor” “Coloca el miembro enfermo encima” Extrañado el  moro se resistió “¿Quieres que te cure, si o no?” “Eso es lo que quiero” “Pues pon el pito donde te digo” Lloriqueando el moro se decidió e hizo caso al médico. De improviso Husdai descargó un puñetazo sobre el tumefacto miembro y ¡oh milagro! Un grano de trigo que obstruía la uretra salió disparado y detrás un chorro de pus. “Ahí estaba el mal, Estás curado. ¡ Y no vuelvas a fornicara con una oveja.
—¡Joder!
—Estos de ahora son los mismos de entonces. La aristocracia árabe les despreciaba y como ahora les hacían trabajar en los mismos cargos: de ingenieros. ¿Qué puedes pedirles? Oyen pronunciar la palabra jamón y piensan que se ha insultado a su dilecto profeta. Así entienden la religión.
—Pues estamos arreglados con estos ínclitos que se nos han incrustados en la sociedad.
—Díselo a los doctores que tenemos por políticos que son del mismo pelaje que el que se jodía a la oveja. Fíjate en lo que dijo nuestro presidente: "La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento"
—Eso me temo, no tenemos solución.
—Pues ya sabes: ajo y agua.

Marcial el Medinense.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La eficacia

—¿Cómo llevas el día?
—Ni bien, ni mal, sino todo lo contrario. ¿Y tú?
—Hoy me he levantado de buen humor. Será que ha salido el sol y, aunque estemos en diciembre, me parece un hermoso día primaveral.
—Me alegro por ti, Pánfilo. Estos días atrás te he encontrado algo alicaído.
—Todos los años me ocurre lo mismo, en noviembre me deprimo y hasta que no olfateo la Navidad no me animo.
—Quizá sea porque el mes empieza con la festividad de Todos los Santos, las visitas a los cementerios, los responsos, que por cierto nunca me parecieron la alegría de la huerta. Esa atmósfera mortuoria hace polvo a cualquiera. Te comprendo.
—¿A ti no te ocurre?
—No. A veces pienso que tu primo Epifanio tiene razón cuando dice que le gusta ir de entierro porque él no es el muerto. Con esa reflexión la fiesta de los Santos pierde un tanto de lo trágico de la celebración y como seguimos vivitos y coleando, que siga la fiesta.
—Epifanio es un burro. También dice que no le gusta ir a las bodas porque nunca es él el novio. Ahora que los jóvenes llegan al matrimonio con mayor experiencia que el gallo de la pasión.
—En la época de Epifanio, como en la nuestra, acostarse con una mujer no era pecado, era milagro.
—¡Y que lo digas!
—Lo tuyo no tiene merito. Entonces como ahora eras ciego y los ciegos no teníais oportunidades y si os surgían no las rematabais, a tientas es difícil acertar.
—Pues tú, que eras buen mozo y aún tenías las dos piernas, te la cascabas tanto como yo. Así que no presumas.
—No presumo, por eso te decía que echar un polvo no era pecado, era milagro.
—No sé a quien se le ocurrió llamarte Prudencio.
—¿Por qué lo dices?
—No paras de soltar disparates. Con la edad que tenemos y hablando tonterías como si tuviéramos quince años.
—Has empezado tú.
—¿Yo?
—¡No va a ser el lucero del alba!
—He dicho que me he levantado de buen humor y hemos llegado, conducidos por tu salacidad, a hilvanar una bobada tras otra.
—Déjate en paz de leches, Pánfilo. ¡Eres tú quien parece haber comido lengua!
—No se que es peor: o dejarte seguir con las sandeces o hablar de política.
—Hoy no quiero meterme con nadie. Estoy harto de la endogamia de los partidos políticos. Ojala fueran como la contaminación de las ciudades, un buen chaparrón y el cielo despejado.
—Eso es pedir peras al olmo. Mientras haya donde repartir no nos los quitamos de encima, si al menos fueran como las ladillas que mueren cuando se las rocía con zotal.
 —Mira tú por donde, ahora me viene a la lengua uno de esos cuentos que tanto te gustan.
—¡Cuidado que te conozco!
—¿Quieres que te lo cuente o no?
— Empieza, me tienes en ascuas.
—¡Vamos a ello! En una selva donde se encontraban todos los animales de la creación, nombraron rey al león. Durante los años de pujanza fue un regidor fiero, duro, hasta las aves del cielo, aún conscientes que él no podía alcanzarlas, le temían y respetaban.
Pero todo en esta vida tiene un principio y por lo tanto un final. A medida que los años pasaron el león envejeció. La melena perdió el majestuoso volumen y prestancia, las carnes le fueron abandonado y con ellas la energía: los dientes poco a poco se le rompieron o se le pudrieron y en las mandíbulas surgieron huecos.
Total que aquel orgulloso felino, llegó a la decrepitud. Solamente el fiero rugido le acompañaba. Comía con dificultad, digería peor y para colmo de males los ratones se le metían en la boca  y le robaban los trozos de carne que se le quedaban en los huecos que la huida de las muelas le había dejado.
Tal impertinencia le llevaba por la calle de la amargura. Un buen día el elefante que le escuchó quejarse de la osadía y descaro de los roedores le dijo: “Nombra visir a un gato y tendrá a raya a tan molestos ratones”.
No lo pensó dos veces y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, siguió al pie de la letra el consejo del paquidermo.
—No fue mal consejo, A un ratón con solo ver a un gato le falta calle para correr.
—¿Quieres dejarme terminar?
—Acaba, hombre, acaba. No te interrumpiré más.
—¡Qué tío más inoportuno! Pues como iba diciendo: El gato empezó a desempeñar su trabajo con la mayor dignidad. Lo primero que hizo fue reunirse con los ratones y llegó a un acuerdo. Él les dejaría campar a sus anchas por el palacio y ellos no molestarían en ningún momento al  rey león. El trato se mantuvo y durante un tiempo todo fue a pedir de boca. Pero hete ahí que el gato tuvo que ausentarse unos días de palacio y su mujer le convenció para que dejase en su puesto a uno de sus hijos, el más aplicado y diligente, capaz de mantener a raya a los ratones.
El joven gato, espíritu perfecto de eficacia, convocó a los roedores, les citó en uno de los grandes salones de palacio y allí les reunió a todos. No quedó ningún ratón del reino fuera del salón. Entonces los mató a todos. Los exterminó, ni uno solo de su especie sobrevivió.
Al regresar su padre y enterarse de la eficaz actuación de su hijo cayó en la mayor de las tristezas. “¿Qué será de nosotros?” Se preguntaba en medio de la desesperación. “¿Qué te apena padre? El rey puede estar muy contento, jamás le volverán a importunar los ratones” El padre gato miró a su hijo como a un extraño y le dijo: “La desgracia que siempre he temido al sentirme afortunado a sucedido. El infortunio ha entrado en mi casa. No me sorprendería que la generosidad del rey para con nosotros haya desaparecido con los roedores. Piensa, hijo, que la liberalidad de una persona está influida por sus íntimos deseos, y la benevolencia de un individuo está maridada con sus propios fines. Cuando sus objetivos son cumplidos y logrados sus propósitos, la benevolencia y la generosidad desaparecen”.
El león olvidó el sufrimiento que le producían los ratones y las tribulaciones que afligían el corazón del gato cobraron realidad en el alma del león: “Tenía al gato para que me librara del atrevido acoso de los roedores, ahora que esta plaga es cosa pasada no tengo necesidad de sus servicios”. A continuación llamó al gato, les destituyó y le invitó a desaparecer de palacio.
Colorin, colorado este cuento se ha terminado.
—Sabía que alguna me preparabas.
—¡Qué mal pensado eres Pánfilo!
—Razón tenía mi madre.
—¿Qué dijo tu madre?
—No te fíes nunca de un cojo, siempre esconde un palo en la mano.
—Como la mía.
—¿Qué dijo la tuya?
—Cuidado con los ciegos, son más retorcidos que una tomatera.

Marcial el Medinense.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Los socorridos cojones

¿Qué haces Prudencio?
—Pasar el rato Pánfilo. ¿Qué otra cosa nos queda?
—Mientras estemos vivos, muchas cosas. Ya tendremos tiempo de no hacer nada, ni siquiera protestar cuando nos coman los gusanos.
—Yo he dicho a los míos que me quemen.
—Después meten las cenizas en un nicho y continuar tan inútil como viviste. Si al menos te enterrasen en la tierra, criarías malvas.
—¡Coño, el útil! Lo que hayas aportado tú a la humanidad, que me lo graven en la frente.
—Algo bueno habré hecho. Un grano no hace granero, pero ayuda a sus compañeros.
—Mira, eso sí. Como ese ministro que con las manos inmaculadas ayuda a enriquecerse a sus amigos. ¡Aunque el país se hunda en la miseria!
—¿A quien te refieres?
—A ese gallego, amigo de gallegos y que nombra a quien quiere, sin emplear esa frase que utiliza esa otra ministra.
—¿Qué frase y qué ministra?
—¡Que más da! Una que ha dicho que ha nombrado a una amiga para no sé que cargo porque la sale de los cojones.
—¡Hombre! Habrá empleado otras palabras.
—Las mismas que te he dicho yo. Ni quito ni pongo. Cuando la veo en las fotografías de la prensa o en la televisión, siempre me la imagino con el carajo en la boca.
—¡Eres un animal!
—¡Vaya hombre! ¡Esto sí que es democracia! Ella puede tener los cojones en la punta de la lengua y yo, ¿no puedo decir que me la imagino con ellos en la boca?
—Es una forma de decir corriente. Malsonante, si quieres, dicha en un momento de calentón.
—No me extraña que esté caliente, al rojo vivo, con los cojones en la boca. Es para estarlo.
—Dejemos eso que no nos lleva a ninguna parte. Si tenemos ministros así es que nos los merecemos.
—Nos merecemos esto y más. Recuerdas a aquel académico de historia, un republicano de pro, abulense por más señas, dijo un día que la hija del rey Bermudo de León cuando la llevaban a Córdoba a engrosar el harén de Almanzor exclamó: “A ver cuando los hombres de mi tierra ponen más confianza en las puntas de sus lanzas que en el coño de sus mujeres”
—¿A que viene eso ahora?
—Muy sencillo. Como los hombres de este país estamos faltos de valor para oponernos a la opresión y sevicia con que nos tratan esa casta de mamandurrias a quienes votamos, tienen que ser las mujeres quienes tengan los cojones en la boca. ¡Así andan ellas!
—Hablabas de otro ministro.
—Si hombre, ese que ha puesto a los descerebrados de los controladores en un brete. Párvulos ignorantes que han caído en la red como gorriones. Se creyeron que iban a echar un pulso al “Pollito” y lo que han conseguido es hacerle el juego.
—Ha actuado como un verdadero hombre de gobierno. Si otros hubiesen tenido las mismas agallas esto no hubiera ocurrido.
—Otros dialogaba, para eso es la democracia, éste ha actuado como los inútiles cobardes: Por la tremenda, pero subido a la grada.
—No será como dices cuando le ha apoyado el vicepresidente y quien ha tomado las riendas.
—¡Otro que tal baila!
—Es un hombre de una inteligencia probada.
—Barbado, con epidermis pétrea, semejante a una moneda de dos caras, arrogante, con estilo de dictador pequeño y pagado se sí mismo, o está en el ajo o también se la han metido doblada.
—¡Que dices insensato!
—¿No quieren vender la empresa para la que trabajan los controladores?
—Tienen que hacer caja para pagar los créditos.
—¿Quién crees que puede querer una empresa en ruina y con los bichos dentro?
—Fue una empresa muy rentable.
—Hasta que este gobierno la hundió hasta las trancas. Después, nombraron ministro a nuestro susodicho, éste, a su vez, nombró gerente de la empresa a uno de sus amiguitos. El alijador en cuestión contrató obras por valor de miles de millones, con la empresa que gerenciaba antes, de ahí parte de la deuda. Este hombre durante meses ocupó los mismos cargos en dichas empresas a la vez y…
—¿Qué quieres decir?
—Nada hombre, nada. ¡Veremos! Como os gusta decir a vosotros los ciegos.
—¡No hay un puto cojo bueno!  

Marcial el Medinense.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Los de siempre

—Buenos días Pánfilo.
—Nos de Dios Prudencio ¿Nieva?
—Por ahora no, pero tiene pinta.
—Me duelen las cuencas de los ojos que no tengo, eso anuncia tiempo revuelto.
—A mi me martirizan los dedos del pie izquierdo que con Dios fueron cuando me cortaron la pierna y eso también es señal de mudanza.
—Mudanza la que se aproxima.
—¿Por dónde? ¿Por las Azores?
—No hombre, no. Me refiero a otra cosa.
—¿No me digas que andas a vueltas con la política?
—¡Con qué si no! Un país en la ruina, un gobiernote de trapaceros desahogados y un pueblo pastueño, que no se arranca ni con banderillas de fuego. Como no encontremos un atisbo esperanzador nos acochina la pelagra.
—¡Tienes más moral que al Alcoyano!
—¡Déjate de sandeces!
—Tenemos el presidente que nos merecemos, ¡Una joya!
—Como el galgo de la Federica, que cuando sale la libre se pone a cagar.
—No exageres.
—A las pruebas me remito.
—¿Qué pruebas ni que niño muerto?
—¿Dónde está ahora que un puñado de bandidos egoístas insensatos ha puesto el país patas arriba?
—Ha hecho lo que debía: declarar el estado de alarma.
—¡Cojones! Una almorzada de tíos le han encerrado en casa o vete tú a saber donde.
—Han dado la cara el ministro del ramo y el vicepresidente.
—En cuanto al primero te digo como dicen en mi pueblo: “El que no vale pa gallo capallo”
—Estás equivocado.
—El que se ha equivocado ha sido él. Lleva más de un año con el problema entre las manos y en vez de solucionarlo le echa más leña al fuego. ¡Es un tocacojones!
—Pues si que tienes buena mañana.
—Hombre no se pueden matar moscas a cañonazos y menos cuando eres incapaz de solucionar los problemas de forma racional y conveniente. ¡Veremos adelante!
—Lo ha intentado.
—Con sobrada soberbia y estulticia. ¡Antes debiera haber actuado, sabía lo que se le venía encima, en vez de tirar el tiempo que tenía de sobra. Le ha faltado valor y conocimiento. ¡Han echado mano del ejército! Me recuerda a aquel torero que el toro le vino grande y gritaba al picador: ¡Mátale, mátale!
—¿Y el vicepresidente?
—Ese inteligente tapa las vergüenzas al avestruz que no acepta que le den clases y mete la cabeza en la arena para no ver lo que ocurre, así no existe el problema. Y al mismo tiempo arropa al pollito que las pía desvalido y en pluma mala. ¡Así nos pone los huevos las gallinas, sin yema!
—¡Pero hombre!
—Dale a un pollito engarañao el mando del corral y en vez de hacer poner a las gallinas las despluma. ¡Vaya un pollito! Con los huevos que saque ese del gallinero que nos hagan una tortilla.
—¡Mala hostia tenéis los cojos!
—Tan buena como los ciegos.

Marcial el Medinense.


miércoles, 24 de noviembre de 2010

EN BOCA CERRADA …

—¿Al sol como los lagartos?
—Al sol como los viejos. Tengo el frío metido en los huesos y no encuentro modo de quitármelo de encima.
—Pues para el tiempo que vamos el remedio es la estufa.
—Me da que tendremos un invierno frío y seco.
—Quizá tengas razón en cuanto a seco, pero frío, lo que se dice frío, no lo creo. Más bien lo tendremos calentito.
—¿A qué te refieres?
—¿A qué me voy a referir? A esta situación en que nos han metido estos desahogados del gobierno que nos han tocado en suerte.
—¡Los hemos elegido!
—Nos han engañado como a chinos. Con el coño del buen talante y el buen rollito, nos la han metido doblada.
—Igual hubieran hecho otros. ¡Qué más da! Venga quien venga nos dará por el culo y nos echará el aliento en el cogote.
—¡Eso es pesimismo!
—¡Eso es la pura verdad!
—No es lo mismo un gobierno de izquierdas que uno de derechas.
—Como no es lo mismo tejidos y novedades en el piso de encima, que te jodes, no ves nada y encima te pisan.
—Eso es indudable.
—Pues aquí, quien venga a salvarnos, nos jode, nos mantiene en la ignorancia y no nos quita la bota de encima ni después de muertos.
—¡Vaya mañanita que tienes!
—¿Qué coños quieres que piense tal y como están las cosas? Están vendiendo el país a precio de saldo.
—Ten un poco de confianza. Los tíos del gobierno saben más que nosotros.
—En eso no tengo dudas, pero para robar y forrarse, no para gobernar, ni para administrar, para eso, no saben ni a tocino aunque les unten.
—¡Vamos hombre! ¿Qué harías tú en su caso?
—¡Lo mismo! Tal como veo esto, no queda otra solución.
—¡Joder!
—¡Ni joder, ni hostias! Si  llegas al gobierno honrado tienes dos caminos: El de mártir o el de hacerte rico y dejar de ser honrado para convertirte en un hombre de bien y de provecho.
—Eso sólo ocurre con la derecha.
—Pues los únicos pobres de izquierdas que conozco son los que les votan, como tú y como yo.
—Pero tú, ¿alguna vez has votado a la izquierda?
—Igualito que lo has hecho tú.
—No digas tonterías. Yo sí siempre he votado izquierdas.
—¿Qué izquierdas?
—El PESOE, por ejemplo.
—¿Esos son de izquierdas?
—Pues claro. No van a ser de derechas.
—Será una izquierda sui géneris. Se enriquecen como Cresos, arruinan el país en su beneficio, nos prohíben hasta el fumar preocupados por nuestra salud. Pues para cualquier hijo de vecino eso es hacer lo mismo que tú dices que hace la derecha.
—¡No compares a Dios con  un gitano!
—Ni se me ocurre, prefiero a los gitanos.
—¡Estás insoportable! Contigo no se puede hablar hoy.
—Pues ya sabes: en boca cerrada no entran moscas.

Marcial el Medinense.




viernes, 12 de noviembre de 2010

El sentido del ridículo

—Buenos días don Félix. ¿Qué hace usted?
—Buenos días don Óptimo. Leyendo un cuento.
—Léalo en alto y me entero yo también.
—Con mucho gusto:
Érase una vez un coyote que muerto de hambre se acercó a un pueblo a buscar comida.
—Tiene buena pinta. Continué por favor.
Como la noche era muy oscura el pobre bicho se cayó a un pozo de tinte. Después de ímprobos esfuerzos logró salir, pero teñido de rojo.
Con el rabo entre las patas volvió al bosque. Las primeras luces de la mañana despertaron a las aves que al verle se echaron a reír. El coyote se extrañó de tanta insolencia, pero pensó que estaban así de alegres por encontrarse en las ramas más altas de los árboles, donde no las podía alcanzar. Un poco más adelante se encontró un charco y al inclinarse para beber se vio reflejado en el agua y se horrorizó. El color rojo era tan visible como una antorcha en la noche.
¿Qué va a ser de mí? Se dijo con el corazón en un puño. ¿Cómo me presentaré entre lo míos? Se carcajearán del color de mi piel y me relegarán al último puesto, comeré las sobras, si los demás las dejan. ¡Moriré de hambre y solo como un apestado!
Con esas atribulaciones procuraba ocultarse para que nadie le viese. Sin embargo, los pájaros habían corrido la voz y todos los animales sabían que había entrado en el bosque un coyote de color rojo. Por tanto todos habían salido de sus madrigueras para verle. En un claro le rodearon. El coyote muerto de vergüenza agachó la cabeza y deseó que la tierra le tragase. Esperó resignado la explosión de carcajadas y se dispuso a sufrir toda clase de afrentas. Pero no ocurrió eso, ni mucho menos. Le contemplaron por lago rato, cuchichearon unos con otros y decidieron nombrarle rey del bosque.
—¡Pero coño, que interesante!
—Espere don Óptimo.
—Eres tan original, con un color sin igual, que en ninguno de  los bosques vecinos tendrán un rey tan singular como tú.
Le dijeron y le pusieron una corona de bayas de escaramujo a juego con el color de su piel.
El coyote se creyó poseedor de tantas cualidades como sus vecinos le lanzaban y aceptó el cargo lleno de orgullo.
—Vanidad de vanidades siempre vanidad, decía mi abuelo.
—Y los griegos. Continuo:
Eligió a sus amigos para gobernar pero al poco tiempo los cesó a todos por una sencilla razón: Eran los de siempre y sabían de él tantas cosas que se asustó.
Los nuevos ministros, al ver lo que les había sucedido a quienes les precedieron, le adularon, se plegaron a su insustancialidad y adoptaron posturas semejantes a su rey y benefactor.
Todo fue dispendio, derroche y alegría. Había comida en abundancia, la primavera había sido excelente, el verano fructífero y el otoño mejor que en años anteriores, lo cual hacia preveer un invierno feliz.
El coyote, como la cigarra, pensó que el año próximo sería al menos igual o mejor y así en lo sucesivo, con lo cual él y sus ministros acabaron con la despensa. Llegó la primavera y el tiempo no acompañó, se helaron las flores y los árboles no dieron fruto, el verano, con un calor extremo, destruyó lo poco que había sobrevivido y en otoño un tercio de la población del bosque empezó a pasar hambre. Sin embargo, el coyote no se amilanó ni perdió el optimismo, él con su corte continuaron como si nada ocurriese, como el los buenos tiempos, dándose buena vida y diciendo a los demás que gracias a él vivían en el bosque más envidiado de la tierra y lo decía con tanta gracia y convencimiento que los pobres que no tenía nada le creían.
—Eso ha pasado siempre. Me acuerdo yo de cuando…
—Calla Óptimo. Déjame terminar.
Un buen día una comisión se presentó a los pies del trono y le enumeró las desgracias que estaban ocurriendo y las necesidades que estaba sufriendo una parte importante de la población del bosque.
—¡Qué den gracias! En los bosques de los alrededores están peor. El mal tiempo ha sido general, pero nosotros hemos sabido hacer mejor las cosas que ellos.
Aquello no remediaba la hambruna pero, si como decía el coyote los demás estaban peor, era un consuelo.
—Con las tripas vacías no hay consuelo que valga.
—Si me interrumpes a cada paso no termino nunca.
—Sigue, me callo.
El coyote reunió a los ministros y les dijo:
—Requisad cuanto podáis de los ricos y demos un poco a los más necesitados.  
—Imposible majestad. Si hacemos lo que dices los poderosos se marcharán a otro bosque con lo que tienen y nos quedaremos sin nada —dijo uno de los ministros.
—Eso es una locura. Se nos echarían encima y nos quitarían el gobierno —se alarmó otro.
—Además les debemos tanto que son los dueños del bosque —alegó un tercero.
—¿No querrás que les demos de lo nuestro? —se escandalizó el cuarto.
—Está bien. Quitémosles a los que tiene un poco. Esos carecen de fuerza para oponerse.
—Para hacer eso hay que darle una explicación, son la mayoría —aconsejó un quinto.
—Haremos eso. Preparad discursos diciendo que también se lo hemos quitado a los ricos. Por supuesto, a estos les dejamos tranquilos. Como les interesa no hablarán y todos tan contentos.
Dicho y hecho. El rey y sus ministros convencieron a los que protestaba que habían robado a los ricos para socorrer a los necesitados y todos aplaudieron. Sin embargo, nada llegó a quienes esperaban y se conformaron con pensar que los ricos también pasaban calamidades, sin poder comprobarlo.
El año siguiente se presentó con peores modos y el rey, con su piel roja y su corona de bayas de escaramujo del mismo color, reunió a los ministros y les dijo:
—Enfrentad a unos contra otros. Así se olvidarán de la situación en que nos hemos metido, mientras tanto iré a recorrer otros bosques y veré como se las arreglan.
Con la lección bien aprendida los ministros empezaron a meter cizaña. En poco tiempo nadie hablaba de necesidades sino de las ofensas que sus padres habían recibido de los padres del vecino. Cuando este tema se agotó empezaron a crear polémica sobre si mamaban o no los pájaros, a continuación plantearon si había o no bueyes voladores, más adelante si los pavos menstruaban o si los ángeles tenían sexo. Así, toda idea peregrina para distraer la atención sobre la realidad puso encima del tapete.
Solamente los más desagradecidos y contumaces hacían chistes de las ocurrencias del rey: “Comer no comeremos, pero joder…¡Joder el hambre que pasamos!
El rey con estos resultados era feliz, se levantaba eufórico por las mañanas, se miraba al espejo y se decía: ¡Que guapo e inteligente soy!
—He decidido hacer una turné por los reinos vecinos y enseñarles mis recetas maravillosas —dijo un buen día a los ministros.
Algunos se asustaron, los prudentes se callaron, los más entusiastas le aclamaron y a uno que se le ocurrió decir que no veía acertada esa veleidad lo cesó de inmediato.
Recorrió varios reinos exponiendo sus teorías. Al principio le miraron asombrados, perplejos y él creyó que los había deslumbrado. Se creció y pidió que le invitasen a las reuniones que celebraban. Se lo consintieron y cada vez que regresaba de uno de esos viajes sus ministros se encargaban de elogiar sus actuaciones. Para una parte del pueblo era un héroe y quienes más necesitados estaban le consideraban un dios.
Un buen día, en una de estas reuniones reales, un rey le dijo a otro:
—¿Quién invita a este mamarracho? ¡Estoy harto y aburrido de escuchar tanto disparate! ¡Este bicho se comporta como un iluminado optimista sin tener conciencia del sentido del ridículo!
—El rey de uno de los bosques más grandes. Le tiene de perrito faldero y de payaso para hacernos más entretenidos los debates.
—Como queráis, pero no quiero que aparezca a mi lado. Colocadlo en la última fila, con la gente que traemos para que nos asesoren.
—¡Es un rey!
—¡Es un bufón! Jamás he escuchado a un parlanchín tan sin sustancia y desahogado.
Así ocurrió el rey coyote teñido de rojo ocupó orgulloso el lugar que le asignaron, en la última fila, donde había que esforzarse para verle y todos tan contentos.
—¿Se terminó el cuento?
—Si.
—Pues nos ha dejado con la miel en los labios.
—Quizá otro día continúe. Con estos escritores nadie puede atar cabos.

Marcial el Medinense
  

viernes, 29 de octubre de 2010

¡Ay Pepiño!, pollito tomatero,
No levantabas un palmo del suelo
Y suspirabas por gallear.
¡Quien te ha visto y quien te ve!
En pluma mala llegaste
Y te vistes como un faisán.
¡Carallo Pepiño! Del corral a palacio.
¡Quién lo iba a pensar!
Marcial el Medinense.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Capador de sueños

A lo largo de la historia de la humanidad una de las profesiones más valoradas y encumbradas ha sido, es y será la de capador de sueños. Habrá quien se pregunte cual es esa especialidad y cual su cometido. Pues bien, de un modo fácil os responderé: capador de sueños es aquel que bajo la apariencia de ilusionar, aconsejar y prometer con almibaradas mentiras castra los anhelos y las esperanzas de quienes les escuchan y creen. Pero para entenderlo mejor os contaré un cuento.
En un país, para nosotros oriental, vivía un mercader muy rico que por los constantes viajes que sus negocios le exigían no había tenido tiempo de casarse. Aconsejado por los amigos decidió buscar una mujer adecuada según su criterio para contraer matrimonio. Indagó entre las jóvenes del reino para elegir la novia apropiada, pero unas por una cosa, otras por la contraria, no encontró árbol donde ahorcarse.
 Un buen día uno de los amigos le dijo que en la ciudad de Bujara había una joven de belleza sin par.
—Pero soy viejo para aspirar a una joven tan bella como dices.
—Eso no es problema, piensa que la fortuna adorna a quien la posee de un atractivo que para sí quisieran los jóvenes.
—Me gustaría que me amase por mi mismo, más que por mi dinero.
—Eso son paparruchas. Ofrécele una buena dote y verás como el padre estará encantando de entregarte a su hermosa hija. El amor, si tanto te preocupa, llegará después.
Convencido el mercader emprendió viaje hacia Bujara. Entabló conversaciones con el padre de la joven y convinieron el matrimonio.
Celebrada la boda los nuevos esposos abandonaron la ciudad de la novia para regresar a la del marido.
El mercader temeroso de la juventud y belleza de su esposa la encerró en casa. Solamente podía mirar al mundo exterior desde la terraza del último piso. La pobre mujeres lamentaba su enclaustramiento con los pájaros que acudían a su lado en busca de las migas de pan que siempre llevaba consigo. Así la vio su marido y la creyó feliz. Pensando que podía regalarla llegó al mercado y allí le ofrecieron un papagayo que hablaba y tenía el ingenio tan vivo como los sabios más encumbrados de este mundo. Lo compró y al entrar en casa se lo entregó a su mujer.
—Amada mía. Esta ave con su inteligencia hará que los días te resulten radiantes en mi ausencia, pues he de reanudar los viajes para que los negocios sigan floreciendo como hasta ahora.
—Llévame contigo —pidió la mujer harta del encierro.
—Tu obligación es guardar la casa.
Llegó el día de la partida y el esposo al despedirse recomendó a la joven que consultase con el papagayo cualquier problema que le surgiese y le pidiese consejo sobre la decisión a tomar cuando la situación la obligase.
La joven siguió subiendo a la terraza a observar la ciudad desde arriba y a imaginarse la vida abajo entre los hombres y las mujeres libres. Un buen día se encontró con un apuesto joven que desde la terraza del edificio de enfrente la miraba. Ambos se quedaron prendados y embriagados de la emoción. El ejército de la pasión venció a las huestes de la tranquilidad. El amor, como un rey victorioso, instaló sus reales en los prados de los jóvenes corazones y las vanguardias del desasosiego paralizaron las almas enfebrecidas, el juicio y los sentidos de ambos.
Fue contratada una alcahueta cómplice para que usara sus artes en el organizar y tramar los galanteos secretos. Como todos los actos humanos conducen a un objetivo, llegó un día en que el incendio en el pecho de la joven fue tan violento y devastador que sin poder aguantar por más tiempo la separación tramó el presentarse en casa de su enamorado y apagar las llamas de la pasión con la unión pura del amor.
Cuando el sol se retiró a sus aposentos de occidente y la luna asomó el rostro por oriente, la hermosa joven vestida con suntuosas ropas y adornada con deslumbrantes joyas se acercó a la jaula del papagayo, le contó sus devaneos amorosos y le dijo:
—¡Oh! Pájaro de bello plumaje, tú me comprenderás, pues nuestras vidas son paralelas, ambos languidecemos en este caserón sin otras licencias que las conversaciones que mantenemos el uno con el otro. Esta injusticia me consume y mi vida se detendrá si no acudo junto al ser que ha abierto las espitas de mi corazón por donde se derrama inútil el elixir de mi amor.
—Veo que estás ebria de ardorosos sentimientos y la intensidad del deseo te abrasa. Haré cuanto pueda por ayudarte y contribuir a que logres tus deseos. ¡Dios no permita que esta intriga salga a la luz, corra de boca en boca, y llegue a los oídos de tu marido! En ese caso te sucederá lo que le aconteció a la esposa del visir de Samarcanda.
—¿Qué le ocurrió a esa mujer?
El papagayo empezó a narrar la historia de los desdichados amores de la esposa del visir y cuando terminó apremió a la enamorada.
—Apresúrate a reunirte con tu amante y no faltes al a primera cita.
La joven se levantó para marcharse pero la aurora entraba alegre por la ventana entre los ufanos cantos de los gallos. El encuentro de los amantes hubo de posponerse pues la ciudad había despertado y el trajín reinaba en las calles.
Así ocurrió cada noche mientras el mercader estuvo ausente. El papagayo con su encanto de narrador y esparciendo consejos como el sembrador lo hace con la mies en el campo, fue castrando los anhelos y las ilusiones. Cunado llegó el esposo se encontró a la joven naufraga en un mar de lágrimas. Jamás en aquel rostro volvió a brillar la alegría y de aquellos hermosos ojos desparecieron las estrellas de la esperanza y los luceros de los sueños.
Marcial el Medinense.

domingo, 17 de octubre de 2010

El Loro

Una vez en un lejano país donde los prodigios asombrosos se repetían con sobrada abundancia y de los cuales la literatura nos ha dejado exquisitas muestras, cuatro personas por las circunstancias de los cargos que ocupaban se hicieron amigos. Un ministro, un juez, un fiscal y un policía. Cada cual más virtuoso, listo e inteligente. Del ministro decían que en su cabeza crecían las ideas geniales con tal profusión que el gran visir del reino le tenía por un talismán de perfección y por el báculo sobre el que se sostenía para gobernar. Del juez, todo eran alabanzas, tales sus sentencias que le comparaban con el sabio Salomón y salía ganando. Tal eficacia conseguía en la instrucción de las causas que no había una de relativa importancia que no cayese en sus manos. Se llegó al extremo que el resto de los jueces del reino podían permanecer en sus casas de brazos cruzados y nadie les echaría en falta, pues nada les llegaba a sus despachos para juzgar. El fiscal, un hábil adulador, servicial y de tan flexible cintura al investigar como al servir las causas encomendadas por el ministro, que éste en agradecimiento habló de él al gran visir y también le nombró ministro. Pero aquí le seguiremos llamando fiscal para no repetir en exceso la palabra ministro. Por último nos queda presentar al policía: Un excelente sabueso de innatas cualidades para el cargo. No había asesino que pudiese burlarle. Con su inigualable sagacidad, el fiscal se lucía, el juez brillaba y el ministro tenía en el cajón de su mesa la mejor información del reino. Estas relaciones laborales en vez de enemistarles les hizo fortalece la amistad. Una mistad muy particular, del tipo de los personajes. Durante un tiempo los enemigos no encontraron resquicio por donde introducir la cuña de la discordia par desgajar tan firme relación.
Los cuatro conscientes de que su futuro dependía del visir volcaron todos sus esfuerzos en mantenerle en el poder costase lo que costase. Sabía que el visir no era amigo de nadie, ni de él mismo, conocían como pagaba los favores y como al verse en peligro sacrificaba a quien fuese sin el menor remordimiento de conciencia. Pero eso no les infundía desanimo, al contrario les estimulaba. Creían que le tenían en sus manos, poseían información sobre él que le llenaban de oprobio, no en vano ellos mismo les habían ayudado a cometer todo tipo de sevicias y traiciones al pueblo.
En esto estaban cuando el juez, amigo de viajar y relacionarse con gentes de distinta índole en el extranjero quiso hacer un regalo al ministro aprovechando uno de sus viajes. “¡Qué le puedo llevar al ministro! No es una persona corriente, por lo tanto he de encontrar algo singular”. Después de recorrer millares de tiendas no encontró nada apropiado. Entonces preguntó a varios amigos. Después de escuchar muchos consejos y ofertas uno le dio la solución: “Existe en las montañas un artesano que hace unas figuras tan perfectas que las dota del don de hablar, pero tarda un año en realizar el encargo”.
El juez pidió un año de excedencia y encargó al artista que le hiciese un loro.
Al año cumplido fue a recoger el regalo y volvió a su país. El ministro al enterarse del regreso de su amigo convocó a los otros y organizó una cena en su honor. Después de mucho hablar, de intercambiarse noticias y anécdotas, el juez dijo al ministro: “Te he traído un regalo como no hay otro igual en el mundo” “Entrégamelo”  Pidió impaciente el ministro. “Esta noche no puedo, mañana te lo traeré, pero te adelantaré algo: se trata de un loro que habla”
El ministro se levantó de la mesa y mientras los amigos continuaban con la cena y la conversación, envió a uno de sus sirvientes a casa del juez con el encargo de traer el loro. “Dile a su mujer que te lo preste por una hora al cabo de la cual se lo devolverás” El criado regresó con el pájaro y a un carpintero, que había mandado a buscar mientras tanto, le encargó que le hiciese una copia. Hecha se la entregó al sirviente para que la llevase a casa del juez y él se quedó con el loro verdadero.
Al entrar de nuevo en el salón donde se celebraba el banquete y mientras escuchaba las virtudes con que el juez adornaba al artista extranjero, el  ministro apostó una cantidad ingente de dinero a que el loro no diría ni esta boca es mía. El juez, muy seguro, aceptó la apuesta y reconocieron como testigos a los amigos que les acompañaba.
En su casa el juez cogió al loro, le contó lo sucedido y le pidió un comentario. Pero el loro no era el que había comprado en el extranjero y por tanto no dijo ni pío. Atribulado el juez llamó al fiscal, que esos momentos también era ministro, y le contó su pesar.
“No te aflijas, antes de mañana tendrás tu loro” Le tranquilizó el fiscal y se fue a su casa. Llamó a una de sus sirvientas que era del pueblo de otra del ministro y la envió a por el loro con la promesa de devolverlo al cabo de una hora. Entretanto envió en busca de otro carpintero. La sirvienta llegó con el loro, el carpintero realizó otra imitación y el fiscal envió al juez el bueno y al ministro la copia.
Al día siguiente se juntaron de nuevo los cuatro para comer y resolver la apuesta. El juez se presentó con su loro y le dijo al ministro: “pregúntale lo que quieras y te responderá” Así lo hizo el ministro con una sonrisa de oreja a oreja. Pero el rostro se le demudó al ver que el pájaro le respondía a todas las preguntas. Corrido tuvo que pagar la apuesta, aunque se quedó con el regalo. Supo que alguien le había traicionado. Sin embargo, al llegar a su casa cogió al loro que tenía y lo comparó con el que llevaba, el regalo del juez. Eran idénticos. Al primero hizo un millar de preguntas y, como no podía ser de otra manera, la hermosa talla se comporto como lo que era, un pedazo de madera policromada. Entonces preguntó al verdadero y éste le contó el trajín que se trajeron esa noche el juez y el fiscal. Llamó al policía y le encargó que investigase a los dos, al juez y al fiscal. A los pocos días recibió un informe completo. Le juez y el fiscal conspiraban contra él para que el visir le destituyese, así el juez se haría con la cartera de interior y como el fiscal poseía la de justicia, entre ambos tendrían al visir en sus manos y le harían caer en el momento oportuno.
El ministro sin darse por enterado empezó a trabajar para su causa. Como primera medida aumentó el poder del resto de los jueces y a ponerle la zancadilla al fiscal por medio del policía. No tuvo que esperar mucho, el fiscal, vanidoso y pagado se si mismo, cometió un grave error y la prensa se le echó encima. Ahí tenía la disculpa. Le cesó y le mandó a un rincón dentro de la fiscalía para el resto de sus días. El juez tampoco le hizo esperar mucho, se arrogó atribuciones que no le correspondían y los compañeros al acecho le juzgaron. Así pudo apartarle de la carrera judicial.
El visir al ver las destituciones mandó llamar al ministro y le preguntó las causas. El ministro contó al visir la historia completa sin olvidar al loro. “Me puedes prestar ese bicho por una hora” Pidió el visir. El ministro pensó que haría lo mismo que él había hecho, mandar hacer una copia y quedarse con el verdadero, pero el visir al ver la angustia en el rostro del ministro se le adelantó: “No te preocupes te devolveré el bueno”. El visir cogió el loro y se encerró con él una hora, al cabo se lo entregó a su dueño. “Aquí tienes tu pájaro, pregúntale y convéncete de que es el que me prestaste. Se hizo la prueba y convencido el ministro se fue a casa, sin embargo estaba muy preocupado. “Que te ha preguntado el visir” Interrogó al loro. “Quiere saber lo que piensas” “¿Tú que le has respondido?” Preguntó intrigado el ministro. “La verdad” El ministro se puso rojo como la grana y volvió a inquirir: “¿Cuál es para ti la verdad?” “¡Qué esperas que echen al visir para ocupar su puesto!”
El ministro cogió al loro y lo tiró por la ventana.
Preguntareis que fue del policía. Os lo contaré. Le investigan por corrupción y arrastrará al ministro. ¿Qué como lo he averiguado? Muy sencillo, se quien tiene ahora el loro.
Marcial el Medinense

El Loro

Una vez en un lejano país donde los prodigios asombrosos se repetían con sobrada abundancia y de los cuales la literatura nos ha dejado exquisitas muestras, cuatro personas por las circunstancias de los cargos que ocupaban se hicieron amigos. Un ministro, un juez, un fiscal y un policía. Cada cual más virtuoso, listo e inteligente. Del ministro decían que en su cabeza crecían las ideas geniales con tal profusión que el gran visir del reino le tenía por un talismán de perfección y por el báculo sobre el que se sostenía para gobernar. Del juez, todo eran alabanzas, tales sus sentencias que le comparaban con el sabio Salomón y salía ganando. Tal eficacia conseguía en la instrucción de las causas que no había una de relativa importancia que no cayese en sus manos. Se llegó al extremo que el resto de los jueces del reino podían permanecer en sus casas de brazos cruzados y nadie les echaría en falta, pues nada les llegaba a sus despachos para juzgar. El fiscal, un hábil adulador, servicial y de tan flexible cintura al investigar como al servir las causas encomendadas por el ministro, que éste en agradecimiento habló de él al gran visir y también le nombró ministro. Pero aquí le seguiremos llamando fiscal para no repetir en exceso la palabra ministro. Por último nos queda presentar al policía: Un excelente sabueso de innatas cualidades para el cargo. No había asesino que pudiese burlarle. Con su inigualable sagacidad, el fiscal se lucía, el juez brillaba y el ministro tenía en el cajón de su mesa la mejor información del reino. Estas relaciones laborales en vez de enemistarles les hizo fortalece la amistad. Una mistad muy particular, del tipo de los personajes. Durante un tiempo los enemigos no encontraron resquicio por donde introducir la cuña de la discordia par desgajar tan firme relación.
Los cuatro conscientes de que su futuro dependía del visir volcaron todos sus esfuerzos en mantenerle en el poder costase lo que costase. Sabía que el visir no era amigo de nadie, ni de él mismo, conocían como pagaba los favores y como al verse en peligro sacrificaba a quien fuese sin el menor remordimiento de conciencia. Pero eso no les infundía desanimo, al contrario les estimulaba. Creían que le tenían en sus manos, poseían información sobre él que le llenaban de oprobio, no en vano ellos mismo les habían ayudado a cometer todo tipo de sevicias y traiciones al pueblo.
En esto estaban cuando el juez, amigo de viajar y relacionarse con gentes de distinta índole en el extranjero quiso hacer un regalo al ministro aprovechando uno de sus viajes. “¡Qué le puedo llevar al ministro! No es una persona corriente, por lo tanto he de encontrar algo singular”. Después de recorrer millares de tiendas no encontró nada apropiado. Entonces preguntó a varios amigos. Después de escuchar muchos consejos y ofertas uno le dio la solución: “Existe en las montañas un artesano que hace unas figuras tan perfectas que las dota del don de hablar, pero tarda un año en realizar el encargo”.
El juez pidió un año de excedencia y encargó al artista que le hiciese un loro.
Al año cumplido fue a recoger el regalo y volvió a su país. El ministro al enterarse del regreso de su amigo convocó a los otros y organizó una cena en su honor. Después de mucho hablar, de intercambiarse noticias y anécdotas, el juez dijo al ministro: “Te he traído un regalo como no hay otro igual en el mundo” “Entrégamelo”  Pidió impaciente el ministro. “Esta noche no puedo, mañana te lo traeré, pero te adelantaré algo: se trata de un loro que habla”
El ministro se levantó de la mesa y mientras los amigos continuaban con la cena y la conversación, envió a uno de sus sirvientes a casa del juez con el encargo de traer el loro. “Dile a su mujer que te lo preste por una hora al cabo de la cual se lo devolverás” El criado regresó con el pájaro y a un carpintero, que había mandado a buscar mientras tanto, le encargó que le hiciese una copia. Hecha se la entregó al sirviente para que la llevase a casa del juez y él se quedó con el loro verdadero.
Al entrar de nuevo en el salón donde se celebraba el banquete y mientras escuchaba las virtudes con que el juez adornaba al artista extranjero, el  ministro apostó una cantidad ingente de dinero a que el loro no diría ni esta boca es mía. El juez, muy seguro, aceptó la apuesta y reconocieron como testigos a los amigos que les acompañaba.
En su casa el juez cogió al loro, le contó lo sucedido y le pidió un comentario. Pero el loro no era el que había comprado en el extranjero y por tanto no dijo ni pío. Atribulado el juez llamó al fiscal, que esos momentos también era ministro, y le contó su pesar.
“No te aflijas, antes de mañana tendrás tu loro” Le tranquilizó el fiscal y se fue a su casa. Llamó a una de sus sirvientas que era del pueblo de otra del ministro y la envió a por el loro con la promesa de devolverlo al cabo de una hora. Entretanto envió en busca de otro carpintero. La sirvienta llegó con el loro, el carpintero realizó otra imitación y el fiscal envió al juez el bueno y al ministro la copia.
Al día siguiente se juntaron de nuevo los cuatro para comer y resolver la apuesta. El juez se presentó con su loro y le dijo al ministro: “pregúntale lo que quieras y te responderá” Así lo hizo el ministro con una sonrisa de oreja a oreja. Pero el rostro se le demudó al ver que el pájaro le respondía a todas las preguntas. Corrido tuvo que pagar la apuesta, aunque se quedó con el regalo. Supo que alguien le había traicionado. Sin embargo, al llegar a su casa cogió al loro que tenía y lo comparó con el que llevaba, el regalo del juez. Eran idénticos. Al primero hizo un millar de preguntas y, como no podía ser de otra manera, la hermosa talla se comporto como lo que era, un pedazo de madera policromada. Entonces preguntó al verdadero y éste le contó el trajín que se trajeron esa noche el juez y el fiscal. Llamó al policía y le encargó que investigase a los dos, al juez y al fiscal. A los pocos días recibió un informe completo. Le juez y el fiscal conspiraban contra él para que el visir le destituyese, así el juez se haría con la cartera de interior y como el fiscal poseía la de justicia, entre ambos tendrían al visir en sus manos y le harían caer en el momento oportuno.
El ministro sin darse por enterado empezó a trabajar para su causa. Como primera medida aumentó el poder del resto de los jueces y a ponerle la zancadilla al fiscal por medio del policía. No tuvo que esperar mucho, el fiscal, vanidoso y pagado se si mismo, cometió un grave error y la prensa se le echó encima. Ahí tenía la disculpa. Le cesó y le mandó a un rincón dentro de la fiscalía para el resto de sus días. El juez tampoco le hizo esperar mucho, se arrogó atribuciones que no le correspondían y los compañeros al acecho le juzgaron. Así pudo apartarle de la carrera judicial.
El visir al ver las destituciones mandó llamar al ministro y le preguntó las causas. El ministro contó al visir la historia completa sin olvidar al loro. “Me puedes prestar ese bicho por una hora” Pidió el visir. El ministro pensó que haría lo mismo que él había hecho, mandar hacer una copia y quedarse con el verdadero, pero el visir al ver la angustia en el rostro del ministro se le adelantó: “No te preocupes te devolveré el bueno”. El visir cogió el loro y se encerró con él una hora, al cabo se lo entregó a su dueño. “Aquí tienes tu pájaro, pregúntale y convéncete de que es el que me prestaste. Se hizo la prueba y convencido el ministro se fue a casa, sin embargo estaba muy preocupado. “Que te ha preguntado el visir” Interrogó al loro. “Quiere saber lo que piensas” “¿Tú que le has respondido?” Preguntó intrigado el ministro. “La verdad” El ministro se puso rojo como la grana y volvió a inquirir: “¿Cuál es para ti la verdad?” “¡Qué esperas que echen al visir para ocupar su puesto!”
El ministro cogió al loro y lo tiró por la ventana.
Preguntareis que fue del policía. Os lo contaré. Le investigan por corrupción y arrastrará al ministro. ¿Qué como lo he averiguado? Muy sencillo, se quien tiene ahora el loro.
Marcial el Medinense

martes, 12 de octubre de 2010

NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL

—Buenos días, Prudencio. ¡Vaya mañanita!
—Buenos días, Pánfilo. Siéntate y caliéntate mientras termino.
Prudencio acabó de leer el periódico, lo arrugó con rabia y lo tiró a la lumbre.
—¡La puta madre que los parió! ¡Esto no hay quien lo arregle! Nada, que no hay nada nuevo bajo el sol.
Prudencio rompió a reír de golpe al mirar como las llamas devoraban el papel y la tinta.
—¿Qué te hace tanta gracia si hace un instante rechinabas los dientes, como cuando el trillo se sale de la parva y los silex se arrastran sobre los cantos rodados de la era?
—Las noticias me enfurecieron, pero después pensé: lo mismo que ahora, ha ocurrido siempre.
—¿Cómo puede ser eso?
—Muy sencillo, Pánfilo. Los seres humanos somos siempre lo mismo, aunque los tiempos cambien, nosotros no lo hacemos. Seguimos con los mismos conflictos en el alma, los mismos defectos y muy escasas virtudes.
—Eso que dices no puede ser. Por ejemplo: yo soy diferente a mi hermano y mucho menos tengo en común con la gente que me rodea.
—Eso crees tú que sólo te fijas en el exterior.
—A mi  me gustan los higos y a mi hermano no, él ama la caza y yo los animales. Así te podría decir un sin fin de diferencias. Sólo referido a gustos, pero son mayores en cuanto a lo que pensamos.
—¿Estás seguro?
—¡Segurísimo! Prudencio.
—¿Coméis los dos?
—Si, pero no lo mismo.
—¿Meáis?
—¡Coño! Eso si, también cagamos, dormimos, nos cansamos, reímos, nos enfadamos, nos contentamos. Lo mismo que tú, como todo el mundo. Pero esas, como otras muchas cosas que no enumero por no ser empalagoso, son por fuerza comunes a todos los mortales.
—¿Reconoces que todos tenemos cosas en común?
—Si, pero en lo importante nos diferenciamos.
—¿Qué es para ti lo importante?
—El trabajo, los pensamientos, los proyectos, no sé cuantas cosas más, pero existen muchas que nos hacen distintos a unos de otros.
—Eso que has señalado y  lo que te has dejado en el coleto ¿Son o no comunes?
—En general si, pero de distinta forma. Es todo muy personal.
—Vamos a hacer un esquema: Los humanos nacemos de la unión de un hombre y una mujer. ¿Cierto?
—No todos. Nuestro Señor Jesucristo nació de la Virgen María que se quedó embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo.
—Y Huichilopoztli. Una pluma de Quetzal se le metió a su madre entre la tetas y se quedó preñada.
—¿Ese quién es?
—Un dios cruel y sanguinario que adoraron los aztecas, un antiguo pueblo que vivió en la laguna de México. Después llegó Cortes y se lo cambió por la religión católica que en nombre de Dios y en cuestión de derramamientos de sangre y crueldades no le fue a la zaga. Pero no es aquí donde quiero ir a parar. Las religiones, la fe y otras zarandajas dejémoslas para otro apartado—. Nacemos de la unión de un hombre y una mujer ¿Si o no?
—Claro, no vamos a nacer de una vaca, seríamos chotos ¡Que cosas tienes, Prudencio!
—¿Morimos después todos?
—Aquí nadie se queda para casta de grajos.
—¿Has oído decir, sabes o te han leído que alguien haya nacido carcajeándose?
—No. He escuchado que lloramos al nacer y si no lo hacemos nos azotan en el culo para que lo hagamos.
—¿Sabes por qué?
—¿Lo de los azotes?
—Bueno, di lo de los azotes.
—Para saber que el niño está vivo, respira, en una palabra que se encuentra bien.
—¿Y lo de llorar?
—Pues no sé. Quizá por salir del vientre de la madre y encontrarse la criatura con otro ambiente extraño.
—¿Te atreverías a decir que es por miedo?
—Pudiera ser. Miedo a lo desconocido.
—¿Ocurre lo mismo con la muerte?
—Creo que sí. Nadie quiere morirse, aunque haya quien haya dicho lo contrario, como Santa Teresa de Jesús: Vivo sin vivir en mi, / y de tal manera espero, / que muero porque no muero.
—Entonces ya tenemos tres cosas fundamentales a saber: el nacimiento, el miedo y la muerte. ¿De acuerdo?
—¡Hombre, dicho así! ¡Qué duda cabe!
—Por tanto, según tú la diferencia de los humanos radica en el camino entre el nacimiento y la muerte.
—¿Y el miedo? ¿Dónde le quedas?
—El miedo y la forma de administrarlo será el marchamo de distinción entre unos y otros.
—Eso es. No sabía como decirlo. ¡Esa es la diferencia! ¡El miedo! Unos se apropian del concepto y nos venden la ilusión del paraíso en la otra vida que es el cielo; otros hacen lo propio, pero desde otro punto de vista, nos endilgan la justicia, la igualdad y el bien común, como algo legitimo de todos, nos venden la gloria en la tierra y el resto detrás de ellos, para sentirnos protegidos y arropados con el anhelo de olvidemos el miedo. Nos ponen a trabajar, nos ordeñan como las abejas a los zánganos, nos explotan como a modorros y asunto resuelto.
—Pues eso: No hay nada nuevo bajo el sol.
—Dicho así. Eso lo sabemos todos. No sé por qué nos hemos enzarzado en una discusión tan tonta.
—Para estar entretenidos en vez de tocarnos los cojones.
—¡Que mala hostia tenis los cojos!
—Pues anda que los ciegos.
Marcial el Medinense.

jueves, 7 de octubre de 2010

LA SABIDURÍA DE DIOS

Hace muchísimos años, en un país de oriente, un hombre sabio decidió escribir un libro sobre los ardides de las mujeres y las estratagemas que empleaban las esposas infieles para engañar a sus maridos. Esta tarea le ocupó media vida. Cuando viejo quiso dar el libro a la luz para que quien lo leyese pudiese estar prevenido de los engaños y astucias propias de las hembras del género humano, el jefe del taller donde acudió para que confeccionasen el libro, un viejo de más edad que el afanoso sabio, le dijo:
—Es cierto que las mujeres son de natural astutas, que han acumulado un saber ancestral para cometer falsedades, que son viles, que el fingimiento lo usan con tanto candor que hasta las piedras se conmueven, pero no todas han nacido de esta manera, ni todas han desarrollado tales artes. Estos arteros, confabuladores y malévolos seres, por suerte, son una ínfima parte del género femenino, pero te reconozco que hacen tanto ruido que llegamos a creer que son la mayoría. Por otro lado estos ardides y estrategias que has recopilado son embelecos para satisfacer la vanidad y aparearse en libertad. Si lo piensas bien, son actitudes pueriles e inofensivas, pues en gran parte de los casos los hombres que las sufren las merecen. En cambio, existen hombres de peor condición. Más astutos, retorcidos, mentirosos, desahogados y cuantos adjetivos quieras añadir, todos les caben, que de ellos han hecho arte y modo de vida sin importarles otra cosa que su ambición personal. De esos son de quienes debemos guardarnos y no de las mujeres que al fin y al cabo son el mejor don de la creación, pues todos hemos nacido de ellas.
—¿A quienes te refieres?
—¡Oh! En todas las profesiones los encuentras, pero hay una donde abundan tanto que hallar uno honrado es como dar con una aguja en un pajar.
—¡Los ministros! —exclamó el sabio.
—Efectivamente. ¡Los ministros!
El sabio cogió las hojas de papel donde tenía escritas las ingeniosas acciones de las mujeres y las arrojó al fuego.
—¿Ahora qué?¿Escribirás otro libro sobre los ministros?
—No me restan años para escribir una infinita parte de las sevicias que nos hacen padecer. No hay guerra que no hayan promovido, moneda que no nos hayan robado, prohibición que no nos hayan impuesto y arbitrariedad que no nos hayan endilgado para seguir perfeccionando su arte. No hay papel en el mundo para plasmar tanta inmundicia. En un solo instante se pueden observar tantas acciones perversas cometidas por ministros, que ni siquiera entrarían en la imaginación del diablo.
—Estoy contigo. Los ministros son una enfermedad para la cual no existen medicinas ni médicos que nos alivien.
—¡Ni milagro! Son el castigo que Dios nos envió como prueba de su sabiduría.
Marcial el Medinense.