Una vez en un lejano país donde los prodigios asombrosos se repetían con sobrada abundancia y de los cuales la literatura nos ha dejado exquisitas muestras, cuatro personas por las circunstancias de los cargos que ocupaban se hicieron amigos. Un ministro, un juez, un fiscal y un policía. Cada cual más virtuoso, listo e inteligente. Del ministro decían que en su cabeza crecían las ideas geniales con tal profusión que el gran visir del reino le tenía por un talismán de perfección y por el báculo sobre el que se sostenía para gobernar. Del juez, todo eran alabanzas, tales sus sentencias que le comparaban con el sabio Salomón y salía ganando. Tal eficacia conseguía en la instrucción de las causas que no había una de relativa importancia que no cayese en sus manos. Se llegó al extremo que el resto de los jueces del reino podían permanecer en sus casas de brazos cruzados y nadie les echaría en falta, pues nada les llegaba a sus despachos para juzgar. El fiscal, un hábil adulador, servicial y de tan flexible cintura al investigar como al servir las causas encomendadas por el ministro, que éste en agradecimiento habló de él al gran visir y también le nombró ministro. Pero aquí le seguiremos llamando fiscal para no repetir en exceso la palabra ministro. Por último nos queda presentar al policía: Un excelente sabueso de innatas cualidades para el cargo. No había asesino que pudiese burlarle. Con su inigualable sagacidad, el fiscal se lucía, el juez brillaba y el ministro tenía en el cajón de su mesa la mejor información del reino. Estas relaciones laborales en vez de enemistarles les hizo fortalece la amistad. Una mistad muy particular, del tipo de los personajes. Durante un tiempo los enemigos no encontraron resquicio por donde introducir la cuña de la discordia par desgajar tan firme relación.
Los cuatro conscientes de que su futuro dependía del visir volcaron todos sus esfuerzos en mantenerle en el poder costase lo que costase. Sabía que el visir no era amigo de nadie, ni de él mismo, conocían como pagaba los favores y como al verse en peligro sacrificaba a quien fuese sin el menor remordimiento de conciencia. Pero eso no les infundía desanimo, al contrario les estimulaba. Creían que le tenían en sus manos, poseían información sobre él que le llenaban de oprobio, no en vano ellos mismo les habían ayudado a cometer todo tipo de sevicias y traiciones al pueblo.
En esto estaban cuando el juez, amigo de viajar y relacionarse con gentes de distinta índole en el extranjero quiso hacer un regalo al ministro aprovechando uno de sus viajes. “¡Qué le puedo llevar al ministro! No es una persona corriente, por lo tanto he de encontrar algo singular”. Después de recorrer millares de tiendas no encontró nada apropiado. Entonces preguntó a varios amigos. Después de escuchar muchos consejos y ofertas uno le dio la solución: “Existe en las montañas un artesano que hace unas figuras tan perfectas que las dota del don de hablar, pero tarda un año en realizar el encargo”.
El juez pidió un año de excedencia y encargó al artista que le hiciese un loro.
Al año cumplido fue a recoger el regalo y volvió a su país. El ministro al enterarse del regreso de su amigo convocó a los otros y organizó una cena en su honor. Después de mucho hablar, de intercambiarse noticias y anécdotas, el juez dijo al ministro: “Te he traído un regalo como no hay otro igual en el mundo” “Entrégamelo” Pidió impaciente el ministro. “Esta noche no puedo, mañana te lo traeré, pero te adelantaré algo: se trata de un loro que habla”
El ministro se levantó de la mesa y mientras los amigos continuaban con la cena y la conversación, envió a uno de sus sirvientes a casa del juez con el encargo de traer el loro. “Dile a su mujer que te lo preste por una hora al cabo de la cual se lo devolverás” El criado regresó con el pájaro y a un carpintero, que había mandado a buscar mientras tanto, le encargó que le hiciese una copia. Hecha se la entregó al sirviente para que la llevase a casa del juez y él se quedó con el loro verdadero.
Al entrar de nuevo en el salón donde se celebraba el banquete y mientras escuchaba las virtudes con que el juez adornaba al artista extranjero, el ministro apostó una cantidad ingente de dinero a que el loro no diría ni esta boca es mía. El juez, muy seguro, aceptó la apuesta y reconocieron como testigos a los amigos que les acompañaba.
En su casa el juez cogió al loro, le contó lo sucedido y le pidió un comentario. Pero el loro no era el que había comprado en el extranjero y por tanto no dijo ni pío. Atribulado el juez llamó al fiscal, que esos momentos también era ministro, y le contó su pesar.
“No te aflijas, antes de mañana tendrás tu loro” Le tranquilizó el fiscal y se fue a su casa. Llamó a una de sus sirvientas que era del pueblo de otra del ministro y la envió a por el loro con la promesa de devolverlo al cabo de una hora. Entretanto envió en busca de otro carpintero. La sirvienta llegó con el loro, el carpintero realizó otra imitación y el fiscal envió al juez el bueno y al ministro la copia.
Al día siguiente se juntaron de nuevo los cuatro para comer y resolver la apuesta. El juez se presentó con su loro y le dijo al ministro: “pregúntale lo que quieras y te responderá” Así lo hizo el ministro con una sonrisa de oreja a oreja. Pero el rostro se le demudó al ver que el pájaro le respondía a todas las preguntas. Corrido tuvo que pagar la apuesta, aunque se quedó con el regalo. Supo que alguien le había traicionado. Sin embargo, al llegar a su casa cogió al loro que tenía y lo comparó con el que llevaba, el regalo del juez. Eran idénticos. Al primero hizo un millar de preguntas y, como no podía ser de otra manera, la hermosa talla se comporto como lo que era, un pedazo de madera policromada. Entonces preguntó al verdadero y éste le contó el trajín que se trajeron esa noche el juez y el fiscal. Llamó al policía y le encargó que investigase a los dos, al juez y al fiscal. A los pocos días recibió un informe completo. Le juez y el fiscal conspiraban contra él para que el visir le destituyese, así el juez se haría con la cartera de interior y como el fiscal poseía la de justicia, entre ambos tendrían al visir en sus manos y le harían caer en el momento oportuno.
El ministro sin darse por enterado empezó a trabajar para su causa. Como primera medida aumentó el poder del resto de los jueces y a ponerle la zancadilla al fiscal por medio del policía. No tuvo que esperar mucho, el fiscal, vanidoso y pagado se si mismo, cometió un grave error y la prensa se le echó encima. Ahí tenía la disculpa. Le cesó y le mandó a un rincón dentro de la fiscalía para el resto de sus días. El juez tampoco le hizo esperar mucho, se arrogó atribuciones que no le correspondían y los compañeros al acecho le juzgaron. Así pudo apartarle de la carrera judicial.
El visir al ver las destituciones mandó llamar al ministro y le preguntó las causas. El ministro contó al visir la historia completa sin olvidar al loro. “Me puedes prestar ese bicho por una hora” Pidió el visir. El ministro pensó que haría lo mismo que él había hecho, mandar hacer una copia y quedarse con el verdadero, pero el visir al ver la angustia en el rostro del ministro se le adelantó: “No te preocupes te devolveré el bueno”. El visir cogió el loro y se encerró con él una hora, al cabo se lo entregó a su dueño. “Aquí tienes tu pájaro, pregúntale y convéncete de que es el que me prestaste. Se hizo la prueba y convencido el ministro se fue a casa, sin embargo estaba muy preocupado. “Que te ha preguntado el visir” Interrogó al loro. “Quiere saber lo que piensas” “¿Tú que le has respondido?” Preguntó intrigado el ministro. “La verdad” El ministro se puso rojo como la grana y volvió a inquirir: “¿Cuál es para ti la verdad?” “¡Qué esperas que echen al visir para ocupar su puesto!”
El ministro cogió al loro y lo tiró por la ventana.
Preguntareis que fue del policía. Os lo contaré. Le investigan por corrupción y arrastrará al ministro. ¿Qué como lo he averiguado? Muy sencillo, se quien tiene ahora el loro.
Marcial el Medinense
¡ Que más les dá la verdad!
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