viernes, 29 de octubre de 2010

¡Ay Pepiño!, pollito tomatero,
No levantabas un palmo del suelo
Y suspirabas por gallear.
¡Quien te ha visto y quien te ve!
En pluma mala llegaste
Y te vistes como un faisán.
¡Carallo Pepiño! Del corral a palacio.
¡Quién lo iba a pensar!
Marcial el Medinense.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Capador de sueños

A lo largo de la historia de la humanidad una de las profesiones más valoradas y encumbradas ha sido, es y será la de capador de sueños. Habrá quien se pregunte cual es esa especialidad y cual su cometido. Pues bien, de un modo fácil os responderé: capador de sueños es aquel que bajo la apariencia de ilusionar, aconsejar y prometer con almibaradas mentiras castra los anhelos y las esperanzas de quienes les escuchan y creen. Pero para entenderlo mejor os contaré un cuento.
En un país, para nosotros oriental, vivía un mercader muy rico que por los constantes viajes que sus negocios le exigían no había tenido tiempo de casarse. Aconsejado por los amigos decidió buscar una mujer adecuada según su criterio para contraer matrimonio. Indagó entre las jóvenes del reino para elegir la novia apropiada, pero unas por una cosa, otras por la contraria, no encontró árbol donde ahorcarse.
 Un buen día uno de los amigos le dijo que en la ciudad de Bujara había una joven de belleza sin par.
—Pero soy viejo para aspirar a una joven tan bella como dices.
—Eso no es problema, piensa que la fortuna adorna a quien la posee de un atractivo que para sí quisieran los jóvenes.
—Me gustaría que me amase por mi mismo, más que por mi dinero.
—Eso son paparruchas. Ofrécele una buena dote y verás como el padre estará encantando de entregarte a su hermosa hija. El amor, si tanto te preocupa, llegará después.
Convencido el mercader emprendió viaje hacia Bujara. Entabló conversaciones con el padre de la joven y convinieron el matrimonio.
Celebrada la boda los nuevos esposos abandonaron la ciudad de la novia para regresar a la del marido.
El mercader temeroso de la juventud y belleza de su esposa la encerró en casa. Solamente podía mirar al mundo exterior desde la terraza del último piso. La pobre mujeres lamentaba su enclaustramiento con los pájaros que acudían a su lado en busca de las migas de pan que siempre llevaba consigo. Así la vio su marido y la creyó feliz. Pensando que podía regalarla llegó al mercado y allí le ofrecieron un papagayo que hablaba y tenía el ingenio tan vivo como los sabios más encumbrados de este mundo. Lo compró y al entrar en casa se lo entregó a su mujer.
—Amada mía. Esta ave con su inteligencia hará que los días te resulten radiantes en mi ausencia, pues he de reanudar los viajes para que los negocios sigan floreciendo como hasta ahora.
—Llévame contigo —pidió la mujer harta del encierro.
—Tu obligación es guardar la casa.
Llegó el día de la partida y el esposo al despedirse recomendó a la joven que consultase con el papagayo cualquier problema que le surgiese y le pidiese consejo sobre la decisión a tomar cuando la situación la obligase.
La joven siguió subiendo a la terraza a observar la ciudad desde arriba y a imaginarse la vida abajo entre los hombres y las mujeres libres. Un buen día se encontró con un apuesto joven que desde la terraza del edificio de enfrente la miraba. Ambos se quedaron prendados y embriagados de la emoción. El ejército de la pasión venció a las huestes de la tranquilidad. El amor, como un rey victorioso, instaló sus reales en los prados de los jóvenes corazones y las vanguardias del desasosiego paralizaron las almas enfebrecidas, el juicio y los sentidos de ambos.
Fue contratada una alcahueta cómplice para que usara sus artes en el organizar y tramar los galanteos secretos. Como todos los actos humanos conducen a un objetivo, llegó un día en que el incendio en el pecho de la joven fue tan violento y devastador que sin poder aguantar por más tiempo la separación tramó el presentarse en casa de su enamorado y apagar las llamas de la pasión con la unión pura del amor.
Cuando el sol se retiró a sus aposentos de occidente y la luna asomó el rostro por oriente, la hermosa joven vestida con suntuosas ropas y adornada con deslumbrantes joyas se acercó a la jaula del papagayo, le contó sus devaneos amorosos y le dijo:
—¡Oh! Pájaro de bello plumaje, tú me comprenderás, pues nuestras vidas son paralelas, ambos languidecemos en este caserón sin otras licencias que las conversaciones que mantenemos el uno con el otro. Esta injusticia me consume y mi vida se detendrá si no acudo junto al ser que ha abierto las espitas de mi corazón por donde se derrama inútil el elixir de mi amor.
—Veo que estás ebria de ardorosos sentimientos y la intensidad del deseo te abrasa. Haré cuanto pueda por ayudarte y contribuir a que logres tus deseos. ¡Dios no permita que esta intriga salga a la luz, corra de boca en boca, y llegue a los oídos de tu marido! En ese caso te sucederá lo que le aconteció a la esposa del visir de Samarcanda.
—¿Qué le ocurrió a esa mujer?
El papagayo empezó a narrar la historia de los desdichados amores de la esposa del visir y cuando terminó apremió a la enamorada.
—Apresúrate a reunirte con tu amante y no faltes al a primera cita.
La joven se levantó para marcharse pero la aurora entraba alegre por la ventana entre los ufanos cantos de los gallos. El encuentro de los amantes hubo de posponerse pues la ciudad había despertado y el trajín reinaba en las calles.
Así ocurrió cada noche mientras el mercader estuvo ausente. El papagayo con su encanto de narrador y esparciendo consejos como el sembrador lo hace con la mies en el campo, fue castrando los anhelos y las ilusiones. Cunado llegó el esposo se encontró a la joven naufraga en un mar de lágrimas. Jamás en aquel rostro volvió a brillar la alegría y de aquellos hermosos ojos desparecieron las estrellas de la esperanza y los luceros de los sueños.
Marcial el Medinense.

domingo, 17 de octubre de 2010

El Loro

Una vez en un lejano país donde los prodigios asombrosos se repetían con sobrada abundancia y de los cuales la literatura nos ha dejado exquisitas muestras, cuatro personas por las circunstancias de los cargos que ocupaban se hicieron amigos. Un ministro, un juez, un fiscal y un policía. Cada cual más virtuoso, listo e inteligente. Del ministro decían que en su cabeza crecían las ideas geniales con tal profusión que el gran visir del reino le tenía por un talismán de perfección y por el báculo sobre el que se sostenía para gobernar. Del juez, todo eran alabanzas, tales sus sentencias que le comparaban con el sabio Salomón y salía ganando. Tal eficacia conseguía en la instrucción de las causas que no había una de relativa importancia que no cayese en sus manos. Se llegó al extremo que el resto de los jueces del reino podían permanecer en sus casas de brazos cruzados y nadie les echaría en falta, pues nada les llegaba a sus despachos para juzgar. El fiscal, un hábil adulador, servicial y de tan flexible cintura al investigar como al servir las causas encomendadas por el ministro, que éste en agradecimiento habló de él al gran visir y también le nombró ministro. Pero aquí le seguiremos llamando fiscal para no repetir en exceso la palabra ministro. Por último nos queda presentar al policía: Un excelente sabueso de innatas cualidades para el cargo. No había asesino que pudiese burlarle. Con su inigualable sagacidad, el fiscal se lucía, el juez brillaba y el ministro tenía en el cajón de su mesa la mejor información del reino. Estas relaciones laborales en vez de enemistarles les hizo fortalece la amistad. Una mistad muy particular, del tipo de los personajes. Durante un tiempo los enemigos no encontraron resquicio por donde introducir la cuña de la discordia par desgajar tan firme relación.
Los cuatro conscientes de que su futuro dependía del visir volcaron todos sus esfuerzos en mantenerle en el poder costase lo que costase. Sabía que el visir no era amigo de nadie, ni de él mismo, conocían como pagaba los favores y como al verse en peligro sacrificaba a quien fuese sin el menor remordimiento de conciencia. Pero eso no les infundía desanimo, al contrario les estimulaba. Creían que le tenían en sus manos, poseían información sobre él que le llenaban de oprobio, no en vano ellos mismo les habían ayudado a cometer todo tipo de sevicias y traiciones al pueblo.
En esto estaban cuando el juez, amigo de viajar y relacionarse con gentes de distinta índole en el extranjero quiso hacer un regalo al ministro aprovechando uno de sus viajes. “¡Qué le puedo llevar al ministro! No es una persona corriente, por lo tanto he de encontrar algo singular”. Después de recorrer millares de tiendas no encontró nada apropiado. Entonces preguntó a varios amigos. Después de escuchar muchos consejos y ofertas uno le dio la solución: “Existe en las montañas un artesano que hace unas figuras tan perfectas que las dota del don de hablar, pero tarda un año en realizar el encargo”.
El juez pidió un año de excedencia y encargó al artista que le hiciese un loro.
Al año cumplido fue a recoger el regalo y volvió a su país. El ministro al enterarse del regreso de su amigo convocó a los otros y organizó una cena en su honor. Después de mucho hablar, de intercambiarse noticias y anécdotas, el juez dijo al ministro: “Te he traído un regalo como no hay otro igual en el mundo” “Entrégamelo”  Pidió impaciente el ministro. “Esta noche no puedo, mañana te lo traeré, pero te adelantaré algo: se trata de un loro que habla”
El ministro se levantó de la mesa y mientras los amigos continuaban con la cena y la conversación, envió a uno de sus sirvientes a casa del juez con el encargo de traer el loro. “Dile a su mujer que te lo preste por una hora al cabo de la cual se lo devolverás” El criado regresó con el pájaro y a un carpintero, que había mandado a buscar mientras tanto, le encargó que le hiciese una copia. Hecha se la entregó al sirviente para que la llevase a casa del juez y él se quedó con el loro verdadero.
Al entrar de nuevo en el salón donde se celebraba el banquete y mientras escuchaba las virtudes con que el juez adornaba al artista extranjero, el  ministro apostó una cantidad ingente de dinero a que el loro no diría ni esta boca es mía. El juez, muy seguro, aceptó la apuesta y reconocieron como testigos a los amigos que les acompañaba.
En su casa el juez cogió al loro, le contó lo sucedido y le pidió un comentario. Pero el loro no era el que había comprado en el extranjero y por tanto no dijo ni pío. Atribulado el juez llamó al fiscal, que esos momentos también era ministro, y le contó su pesar.
“No te aflijas, antes de mañana tendrás tu loro” Le tranquilizó el fiscal y se fue a su casa. Llamó a una de sus sirvientas que era del pueblo de otra del ministro y la envió a por el loro con la promesa de devolverlo al cabo de una hora. Entretanto envió en busca de otro carpintero. La sirvienta llegó con el loro, el carpintero realizó otra imitación y el fiscal envió al juez el bueno y al ministro la copia.
Al día siguiente se juntaron de nuevo los cuatro para comer y resolver la apuesta. El juez se presentó con su loro y le dijo al ministro: “pregúntale lo que quieras y te responderá” Así lo hizo el ministro con una sonrisa de oreja a oreja. Pero el rostro se le demudó al ver que el pájaro le respondía a todas las preguntas. Corrido tuvo que pagar la apuesta, aunque se quedó con el regalo. Supo que alguien le había traicionado. Sin embargo, al llegar a su casa cogió al loro que tenía y lo comparó con el que llevaba, el regalo del juez. Eran idénticos. Al primero hizo un millar de preguntas y, como no podía ser de otra manera, la hermosa talla se comporto como lo que era, un pedazo de madera policromada. Entonces preguntó al verdadero y éste le contó el trajín que se trajeron esa noche el juez y el fiscal. Llamó al policía y le encargó que investigase a los dos, al juez y al fiscal. A los pocos días recibió un informe completo. Le juez y el fiscal conspiraban contra él para que el visir le destituyese, así el juez se haría con la cartera de interior y como el fiscal poseía la de justicia, entre ambos tendrían al visir en sus manos y le harían caer en el momento oportuno.
El ministro sin darse por enterado empezó a trabajar para su causa. Como primera medida aumentó el poder del resto de los jueces y a ponerle la zancadilla al fiscal por medio del policía. No tuvo que esperar mucho, el fiscal, vanidoso y pagado se si mismo, cometió un grave error y la prensa se le echó encima. Ahí tenía la disculpa. Le cesó y le mandó a un rincón dentro de la fiscalía para el resto de sus días. El juez tampoco le hizo esperar mucho, se arrogó atribuciones que no le correspondían y los compañeros al acecho le juzgaron. Así pudo apartarle de la carrera judicial.
El visir al ver las destituciones mandó llamar al ministro y le preguntó las causas. El ministro contó al visir la historia completa sin olvidar al loro. “Me puedes prestar ese bicho por una hora” Pidió el visir. El ministro pensó que haría lo mismo que él había hecho, mandar hacer una copia y quedarse con el verdadero, pero el visir al ver la angustia en el rostro del ministro se le adelantó: “No te preocupes te devolveré el bueno”. El visir cogió el loro y se encerró con él una hora, al cabo se lo entregó a su dueño. “Aquí tienes tu pájaro, pregúntale y convéncete de que es el que me prestaste. Se hizo la prueba y convencido el ministro se fue a casa, sin embargo estaba muy preocupado. “Que te ha preguntado el visir” Interrogó al loro. “Quiere saber lo que piensas” “¿Tú que le has respondido?” Preguntó intrigado el ministro. “La verdad” El ministro se puso rojo como la grana y volvió a inquirir: “¿Cuál es para ti la verdad?” “¡Qué esperas que echen al visir para ocupar su puesto!”
El ministro cogió al loro y lo tiró por la ventana.
Preguntareis que fue del policía. Os lo contaré. Le investigan por corrupción y arrastrará al ministro. ¿Qué como lo he averiguado? Muy sencillo, se quien tiene ahora el loro.
Marcial el Medinense

El Loro

Una vez en un lejano país donde los prodigios asombrosos se repetían con sobrada abundancia y de los cuales la literatura nos ha dejado exquisitas muestras, cuatro personas por las circunstancias de los cargos que ocupaban se hicieron amigos. Un ministro, un juez, un fiscal y un policía. Cada cual más virtuoso, listo e inteligente. Del ministro decían que en su cabeza crecían las ideas geniales con tal profusión que el gran visir del reino le tenía por un talismán de perfección y por el báculo sobre el que se sostenía para gobernar. Del juez, todo eran alabanzas, tales sus sentencias que le comparaban con el sabio Salomón y salía ganando. Tal eficacia conseguía en la instrucción de las causas que no había una de relativa importancia que no cayese en sus manos. Se llegó al extremo que el resto de los jueces del reino podían permanecer en sus casas de brazos cruzados y nadie les echaría en falta, pues nada les llegaba a sus despachos para juzgar. El fiscal, un hábil adulador, servicial y de tan flexible cintura al investigar como al servir las causas encomendadas por el ministro, que éste en agradecimiento habló de él al gran visir y también le nombró ministro. Pero aquí le seguiremos llamando fiscal para no repetir en exceso la palabra ministro. Por último nos queda presentar al policía: Un excelente sabueso de innatas cualidades para el cargo. No había asesino que pudiese burlarle. Con su inigualable sagacidad, el fiscal se lucía, el juez brillaba y el ministro tenía en el cajón de su mesa la mejor información del reino. Estas relaciones laborales en vez de enemistarles les hizo fortalece la amistad. Una mistad muy particular, del tipo de los personajes. Durante un tiempo los enemigos no encontraron resquicio por donde introducir la cuña de la discordia par desgajar tan firme relación.
Los cuatro conscientes de que su futuro dependía del visir volcaron todos sus esfuerzos en mantenerle en el poder costase lo que costase. Sabía que el visir no era amigo de nadie, ni de él mismo, conocían como pagaba los favores y como al verse en peligro sacrificaba a quien fuese sin el menor remordimiento de conciencia. Pero eso no les infundía desanimo, al contrario les estimulaba. Creían que le tenían en sus manos, poseían información sobre él que le llenaban de oprobio, no en vano ellos mismo les habían ayudado a cometer todo tipo de sevicias y traiciones al pueblo.
En esto estaban cuando el juez, amigo de viajar y relacionarse con gentes de distinta índole en el extranjero quiso hacer un regalo al ministro aprovechando uno de sus viajes. “¡Qué le puedo llevar al ministro! No es una persona corriente, por lo tanto he de encontrar algo singular”. Después de recorrer millares de tiendas no encontró nada apropiado. Entonces preguntó a varios amigos. Después de escuchar muchos consejos y ofertas uno le dio la solución: “Existe en las montañas un artesano que hace unas figuras tan perfectas que las dota del don de hablar, pero tarda un año en realizar el encargo”.
El juez pidió un año de excedencia y encargó al artista que le hiciese un loro.
Al año cumplido fue a recoger el regalo y volvió a su país. El ministro al enterarse del regreso de su amigo convocó a los otros y organizó una cena en su honor. Después de mucho hablar, de intercambiarse noticias y anécdotas, el juez dijo al ministro: “Te he traído un regalo como no hay otro igual en el mundo” “Entrégamelo”  Pidió impaciente el ministro. “Esta noche no puedo, mañana te lo traeré, pero te adelantaré algo: se trata de un loro que habla”
El ministro se levantó de la mesa y mientras los amigos continuaban con la cena y la conversación, envió a uno de sus sirvientes a casa del juez con el encargo de traer el loro. “Dile a su mujer que te lo preste por una hora al cabo de la cual se lo devolverás” El criado regresó con el pájaro y a un carpintero, que había mandado a buscar mientras tanto, le encargó que le hiciese una copia. Hecha se la entregó al sirviente para que la llevase a casa del juez y él se quedó con el loro verdadero.
Al entrar de nuevo en el salón donde se celebraba el banquete y mientras escuchaba las virtudes con que el juez adornaba al artista extranjero, el  ministro apostó una cantidad ingente de dinero a que el loro no diría ni esta boca es mía. El juez, muy seguro, aceptó la apuesta y reconocieron como testigos a los amigos que les acompañaba.
En su casa el juez cogió al loro, le contó lo sucedido y le pidió un comentario. Pero el loro no era el que había comprado en el extranjero y por tanto no dijo ni pío. Atribulado el juez llamó al fiscal, que esos momentos también era ministro, y le contó su pesar.
“No te aflijas, antes de mañana tendrás tu loro” Le tranquilizó el fiscal y se fue a su casa. Llamó a una de sus sirvientas que era del pueblo de otra del ministro y la envió a por el loro con la promesa de devolverlo al cabo de una hora. Entretanto envió en busca de otro carpintero. La sirvienta llegó con el loro, el carpintero realizó otra imitación y el fiscal envió al juez el bueno y al ministro la copia.
Al día siguiente se juntaron de nuevo los cuatro para comer y resolver la apuesta. El juez se presentó con su loro y le dijo al ministro: “pregúntale lo que quieras y te responderá” Así lo hizo el ministro con una sonrisa de oreja a oreja. Pero el rostro se le demudó al ver que el pájaro le respondía a todas las preguntas. Corrido tuvo que pagar la apuesta, aunque se quedó con el regalo. Supo que alguien le había traicionado. Sin embargo, al llegar a su casa cogió al loro que tenía y lo comparó con el que llevaba, el regalo del juez. Eran idénticos. Al primero hizo un millar de preguntas y, como no podía ser de otra manera, la hermosa talla se comporto como lo que era, un pedazo de madera policromada. Entonces preguntó al verdadero y éste le contó el trajín que se trajeron esa noche el juez y el fiscal. Llamó al policía y le encargó que investigase a los dos, al juez y al fiscal. A los pocos días recibió un informe completo. Le juez y el fiscal conspiraban contra él para que el visir le destituyese, así el juez se haría con la cartera de interior y como el fiscal poseía la de justicia, entre ambos tendrían al visir en sus manos y le harían caer en el momento oportuno.
El ministro sin darse por enterado empezó a trabajar para su causa. Como primera medida aumentó el poder del resto de los jueces y a ponerle la zancadilla al fiscal por medio del policía. No tuvo que esperar mucho, el fiscal, vanidoso y pagado se si mismo, cometió un grave error y la prensa se le echó encima. Ahí tenía la disculpa. Le cesó y le mandó a un rincón dentro de la fiscalía para el resto de sus días. El juez tampoco le hizo esperar mucho, se arrogó atribuciones que no le correspondían y los compañeros al acecho le juzgaron. Así pudo apartarle de la carrera judicial.
El visir al ver las destituciones mandó llamar al ministro y le preguntó las causas. El ministro contó al visir la historia completa sin olvidar al loro. “Me puedes prestar ese bicho por una hora” Pidió el visir. El ministro pensó que haría lo mismo que él había hecho, mandar hacer una copia y quedarse con el verdadero, pero el visir al ver la angustia en el rostro del ministro se le adelantó: “No te preocupes te devolveré el bueno”. El visir cogió el loro y se encerró con él una hora, al cabo se lo entregó a su dueño. “Aquí tienes tu pájaro, pregúntale y convéncete de que es el que me prestaste. Se hizo la prueba y convencido el ministro se fue a casa, sin embargo estaba muy preocupado. “Que te ha preguntado el visir” Interrogó al loro. “Quiere saber lo que piensas” “¿Tú que le has respondido?” Preguntó intrigado el ministro. “La verdad” El ministro se puso rojo como la grana y volvió a inquirir: “¿Cuál es para ti la verdad?” “¡Qué esperas que echen al visir para ocupar su puesto!”
El ministro cogió al loro y lo tiró por la ventana.
Preguntareis que fue del policía. Os lo contaré. Le investigan por corrupción y arrastrará al ministro. ¿Qué como lo he averiguado? Muy sencillo, se quien tiene ahora el loro.
Marcial el Medinense

martes, 12 de octubre de 2010

NADA HAY NUEVO BAJO EL SOL

—Buenos días, Prudencio. ¡Vaya mañanita!
—Buenos días, Pánfilo. Siéntate y caliéntate mientras termino.
Prudencio acabó de leer el periódico, lo arrugó con rabia y lo tiró a la lumbre.
—¡La puta madre que los parió! ¡Esto no hay quien lo arregle! Nada, que no hay nada nuevo bajo el sol.
Prudencio rompió a reír de golpe al mirar como las llamas devoraban el papel y la tinta.
—¿Qué te hace tanta gracia si hace un instante rechinabas los dientes, como cuando el trillo se sale de la parva y los silex se arrastran sobre los cantos rodados de la era?
—Las noticias me enfurecieron, pero después pensé: lo mismo que ahora, ha ocurrido siempre.
—¿Cómo puede ser eso?
—Muy sencillo, Pánfilo. Los seres humanos somos siempre lo mismo, aunque los tiempos cambien, nosotros no lo hacemos. Seguimos con los mismos conflictos en el alma, los mismos defectos y muy escasas virtudes.
—Eso que dices no puede ser. Por ejemplo: yo soy diferente a mi hermano y mucho menos tengo en común con la gente que me rodea.
—Eso crees tú que sólo te fijas en el exterior.
—A mi  me gustan los higos y a mi hermano no, él ama la caza y yo los animales. Así te podría decir un sin fin de diferencias. Sólo referido a gustos, pero son mayores en cuanto a lo que pensamos.
—¿Estás seguro?
—¡Segurísimo! Prudencio.
—¿Coméis los dos?
—Si, pero no lo mismo.
—¿Meáis?
—¡Coño! Eso si, también cagamos, dormimos, nos cansamos, reímos, nos enfadamos, nos contentamos. Lo mismo que tú, como todo el mundo. Pero esas, como otras muchas cosas que no enumero por no ser empalagoso, son por fuerza comunes a todos los mortales.
—¿Reconoces que todos tenemos cosas en común?
—Si, pero en lo importante nos diferenciamos.
—¿Qué es para ti lo importante?
—El trabajo, los pensamientos, los proyectos, no sé cuantas cosas más, pero existen muchas que nos hacen distintos a unos de otros.
—Eso que has señalado y  lo que te has dejado en el coleto ¿Son o no comunes?
—En general si, pero de distinta forma. Es todo muy personal.
—Vamos a hacer un esquema: Los humanos nacemos de la unión de un hombre y una mujer. ¿Cierto?
—No todos. Nuestro Señor Jesucristo nació de la Virgen María que se quedó embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo.
—Y Huichilopoztli. Una pluma de Quetzal se le metió a su madre entre la tetas y se quedó preñada.
—¿Ese quién es?
—Un dios cruel y sanguinario que adoraron los aztecas, un antiguo pueblo que vivió en la laguna de México. Después llegó Cortes y se lo cambió por la religión católica que en nombre de Dios y en cuestión de derramamientos de sangre y crueldades no le fue a la zaga. Pero no es aquí donde quiero ir a parar. Las religiones, la fe y otras zarandajas dejémoslas para otro apartado—. Nacemos de la unión de un hombre y una mujer ¿Si o no?
—Claro, no vamos a nacer de una vaca, seríamos chotos ¡Que cosas tienes, Prudencio!
—¿Morimos después todos?
—Aquí nadie se queda para casta de grajos.
—¿Has oído decir, sabes o te han leído que alguien haya nacido carcajeándose?
—No. He escuchado que lloramos al nacer y si no lo hacemos nos azotan en el culo para que lo hagamos.
—¿Sabes por qué?
—¿Lo de los azotes?
—Bueno, di lo de los azotes.
—Para saber que el niño está vivo, respira, en una palabra que se encuentra bien.
—¿Y lo de llorar?
—Pues no sé. Quizá por salir del vientre de la madre y encontrarse la criatura con otro ambiente extraño.
—¿Te atreverías a decir que es por miedo?
—Pudiera ser. Miedo a lo desconocido.
—¿Ocurre lo mismo con la muerte?
—Creo que sí. Nadie quiere morirse, aunque haya quien haya dicho lo contrario, como Santa Teresa de Jesús: Vivo sin vivir en mi, / y de tal manera espero, / que muero porque no muero.
—Entonces ya tenemos tres cosas fundamentales a saber: el nacimiento, el miedo y la muerte. ¿De acuerdo?
—¡Hombre, dicho así! ¡Qué duda cabe!
—Por tanto, según tú la diferencia de los humanos radica en el camino entre el nacimiento y la muerte.
—¿Y el miedo? ¿Dónde le quedas?
—El miedo y la forma de administrarlo será el marchamo de distinción entre unos y otros.
—Eso es. No sabía como decirlo. ¡Esa es la diferencia! ¡El miedo! Unos se apropian del concepto y nos venden la ilusión del paraíso en la otra vida que es el cielo; otros hacen lo propio, pero desde otro punto de vista, nos endilgan la justicia, la igualdad y el bien común, como algo legitimo de todos, nos venden la gloria en la tierra y el resto detrás de ellos, para sentirnos protegidos y arropados con el anhelo de olvidemos el miedo. Nos ponen a trabajar, nos ordeñan como las abejas a los zánganos, nos explotan como a modorros y asunto resuelto.
—Pues eso: No hay nada nuevo bajo el sol.
—Dicho así. Eso lo sabemos todos. No sé por qué nos hemos enzarzado en una discusión tan tonta.
—Para estar entretenidos en vez de tocarnos los cojones.
—¡Que mala hostia tenis los cojos!
—Pues anda que los ciegos.
Marcial el Medinense.

jueves, 7 de octubre de 2010

LA SABIDURÍA DE DIOS

Hace muchísimos años, en un país de oriente, un hombre sabio decidió escribir un libro sobre los ardides de las mujeres y las estratagemas que empleaban las esposas infieles para engañar a sus maridos. Esta tarea le ocupó media vida. Cuando viejo quiso dar el libro a la luz para que quien lo leyese pudiese estar prevenido de los engaños y astucias propias de las hembras del género humano, el jefe del taller donde acudió para que confeccionasen el libro, un viejo de más edad que el afanoso sabio, le dijo:
—Es cierto que las mujeres son de natural astutas, que han acumulado un saber ancestral para cometer falsedades, que son viles, que el fingimiento lo usan con tanto candor que hasta las piedras se conmueven, pero no todas han nacido de esta manera, ni todas han desarrollado tales artes. Estos arteros, confabuladores y malévolos seres, por suerte, son una ínfima parte del género femenino, pero te reconozco que hacen tanto ruido que llegamos a creer que son la mayoría. Por otro lado estos ardides y estrategias que has recopilado son embelecos para satisfacer la vanidad y aparearse en libertad. Si lo piensas bien, son actitudes pueriles e inofensivas, pues en gran parte de los casos los hombres que las sufren las merecen. En cambio, existen hombres de peor condición. Más astutos, retorcidos, mentirosos, desahogados y cuantos adjetivos quieras añadir, todos les caben, que de ellos han hecho arte y modo de vida sin importarles otra cosa que su ambición personal. De esos son de quienes debemos guardarnos y no de las mujeres que al fin y al cabo son el mejor don de la creación, pues todos hemos nacido de ellas.
—¿A quienes te refieres?
—¡Oh! En todas las profesiones los encuentras, pero hay una donde abundan tanto que hallar uno honrado es como dar con una aguja en un pajar.
—¡Los ministros! —exclamó el sabio.
—Efectivamente. ¡Los ministros!
El sabio cogió las hojas de papel donde tenía escritas las ingeniosas acciones de las mujeres y las arrojó al fuego.
—¿Ahora qué?¿Escribirás otro libro sobre los ministros?
—No me restan años para escribir una infinita parte de las sevicias que nos hacen padecer. No hay guerra que no hayan promovido, moneda que no nos hayan robado, prohibición que no nos hayan impuesto y arbitrariedad que no nos hayan endilgado para seguir perfeccionando su arte. No hay papel en el mundo para plasmar tanta inmundicia. En un solo instante se pueden observar tantas acciones perversas cometidas por ministros, que ni siquiera entrarían en la imaginación del diablo.
—Estoy contigo. Los ministros son una enfermedad para la cual no existen medicinas ni médicos que nos alivien.
—¡Ni milagro! Son el castigo que Dios nos envió como prueba de su sabiduría.
Marcial el Medinense.

domingo, 3 de octubre de 2010

Infierno

Anoche, por vez primera, tuve conciencia de encontrarme en el infierno.
—Vamos hombre, si hasta la Iglesia dice ahora que no hay infierno.
—La Iglesia puede decir lo que le venga en gana, está en su derecho, como tú lo tienes para creerla o no, pero si te digo que conocí el infierno es porque allí me encontré.
—¿Y cómo es el infierno? Puesto a creerte, al menos descríbeme el lugar y dime con quien te encontraste.
—En principio no está donde nos contaron. Ni envían a nadie allí de ex profeso, sino que cada cual llega pasito a pasito.
—¿Cómo es eso?
—Muy sencillo el infierno es el camino que recorremos mientras vivimos.
—¿Y el cielo?
—Ahí no estuve y no tengo claro que exista.
—¡Pero coño! ¡Si hay infierno también debe haber cielo!
—¿Quién lo dice?
—¡La Iglesia!
—Hubo un tiempo en que dijo que había infierno, luego lo desmintió; dijo que existía el purgatorio y se arrepintió de haberlo dicho y lo mismo hizo con el limbo. ¿Cuándo acertó y cuando se equivocó la Iglesia? ¿No piensas que es dudosa tanta contradicción?
—Déjate de memeces. En asuntos de la Iglesia no quiero meterme.
—Yo tampoco. Solamente te dije que anoche me hallé en el infierno.
—¡Pues cuenta coño! No me enredes con que si, con que no, con quien lo dice y quien lo niega.
—Escucha entonces y no me interrumpas: Anoche sentado a la mesa de la habitación que he destinado en casa a emborronar folios, unas veces con acierto, otras sin él, me tropecé con que no tenía una sola palabra que escribir. Leí los periódicos y no encontré idea alguna que me inspirase. Ojeé un libro y nada, hice lo propio con otro y tres cuartos de lo mismo. Entonces me dio por abrir el correo. Aquello me transmutó. Facturas por aquí, requerimientos a continuación, busco un cigarrillo y la cajetilla estaba vacía, y así, con telarañas, otro sin fin de cosas que me ahorro en describir. Bueno, me digo, mañana será otro día. Pero ¡qué mañana ni que niño muerto! Por esto no cobro, por los libros que he escrito me pagan una miseria y como no sé hacer otra cosa que el cantamañanas, me veo tan posibilitado para hacer algo útil en la vida como que exista el cielo, el paraíso, el purgatorio, el limbo y la madre que los parió.
—¡Vaya chasco! Pensé que me ibas a contar que te encontraste con los lideres sindicales, el presidente del gobierno, el presidente de la Cámara de los Diputados, con presidentes de las comunidades autónomas, con jueces prevaricadores, con banqueros, con empresarios que explotan a los obreros, con médicos de malas prácticas que se enriquecen con el negocio de la salud quitándola en vez de conservarla, con los capos del narcotráfico, con terroristas, con bandidos, con los que roban, matan y con todos los que se ponen la ley por montera.
—No seas capullo. Quienes dictan la ley lo hacen en su beneficio, usan la justicia  para aplicar esa ley con eficacia y así poder decir que la legalidad les asiste y ampara. Así unos nos gobiernan, otros nos juzgan, los de más allá se enriquecen y unos y otros tienen su verdad, verdad que en vez de desnuda, está bien arropada y custodiada por los pingües beneficios obtenidos. El infierno me lo encontré si salir de casa y en él no estaban quienes nos han hecho creer que lo merecen. Ese infierno que a los desgraciados nos han infundido, donde enviamos en nuestra desesperación, convictos y confesos, a quienes viven como príncipes de ejercer con lo que ellos se llenan la boca al decir: ¡Nuestra vocación y ejercicio es el servicio a los demás! Siempre los mismos y en cualquier actividad, ese infierno, no he visto.
Marcial el Medinense.